En un edificio cualquiera de una calle sin nombre, se oye el eco del último disco de Justin Bieber, Purpose, e inevitablemente –y exceptuando a las proliferadas believers– un escalofrío recorre la espalda de algún vecino mientras balbucea “vaya música de mierda” (aplíquese esta reacción a cualquier artista que el lector considere dentro del mal gusto musical). Claro que, a veces, nos es difícil controlar el pie cuando suena uno de sus hits en la radio e intentamos que nadie se dé cuenta. Algo así debió pasarle al periodista y crítico musical canadiense Carl Wilson con su paisana Céline Dion cuando escribió Música de mierda.
Originalmente, el libro se publicó dentro de la colección de libros sobre discos llamada 33 y 1/3, de Bloomsbury Publishing, en 2007, sobre el álbum Let’s talk about love. Ahora, la editorial Blackie Books retoma este ensayo sobre el gusto musical a través de una de las artistas más amadas y odiadas del mundo, con un prólogo alentador de Nick Hornby y un epílogo crítico de Manolo Martínez.
¿Qué es el gusto? ¿Existe música buena o mala y, si es así, quién determina las fronteras entre una y otra? Wilson juega al despiste con perspicacia y humor a lo largo de estas páginas, especulando sobre la contradicción que se produce entre los supuestamente ‘entendidos’ y la realidad a pie de calle. Se pone él mismo en el punto de mira para diseccionar las bases de sus propias simpatías hacia determinados artistas y el origen de su aversión por Céline Dion. Para ello realiza un recorrido por la vida de la cantante e indaga sobre la estética de Paul Váleri, Walt Whitman, David Hume, Kant o Baudelaire, entre otros.
En este sentido, resulta interesante la perspectiva sociológica a la que se refiere el autor, de la mano de Baudelaire, que explica el gusto como una serie de “asociaciones simbólicas para distinguirnos de quienes ostentan un estatus social inferior como para aspirar al estatus que creemos merecer”. Algo así, intencionadamente o no, sucedió con la burguesía en la ópera, la explosión de los jóvenes con el rock n’ roll y, recientemente, con los hipsters y la música indie. Claro que Martínez considera ésta una afirmación deprimente y poco fundamentada, ya que Wilson no explica en qué dirección y de qué forma nos constriñe el contexto social.
Tampoco se aventura a ofrecer el punto de vista del compositor, sólo del intérprete y de los fans, por lo que, en última instancia, conviene tener en cuenta que se trata de información sesgada. Aún así, Wilson avanza en sus reflexiones con pies de plomo para evitar generalizaciones, siempre desde su experiencia. El autor es bastante honesto con sus prejuicios, de los que trata de desprenderse, e intenta comprender por qué la música sensiblera de Céline atrapa a tanta gente. Sentimos curiosidad por lo que los demás escuchan, queremos formar parte de algo, tener cosas en común sobre las que hablar, y resulta que, afirma Wilson, desarrollamos ciertas inseguridades sobre el propio gusto. Algo de verdad debe de haber cuando tenemos placeres musicales inconfesables que, como poco, disfrutamos en las sesiones privadas de Spotify (¿de quién nos escondemos?).
Lo que contaba en este libro, en el fondo, era darle valor al hecho de que una persona se sienta atraída por otro tipo de música y provocar algunas reflexiones en los lectores. De hecho, no se trata de una lección del crítico sobre cómo actuar sin prejuicios, sino de una invitación a fijarnos en personas y cosas que no nos gustan, lo que suscita la arriesgada cuestión de descubrir cómo somos realmente.
En uno de esos momentos más bajos oyes una canción o lees un libro y se produce uno de los mayores encuentros artísticos que se pueda imaginar: la sensación de que no estás sólo, que alguien te comprende, y que su música o sus palabras son la vía perfecta para expresarte. Eso es lo que merece la pena, aunque sea una canción de mierda.