Bilbao: Un viaje al único lugar donde se puede parar el tiempo

Cronica de viajes Bilbao
Crónica de Viajes Bilbao

La primera vez que estuve en Bilbao no la recuerdo muy bien. Tendría alrededor de 10 años y fui con mis padres. Me acuerdo de momentos concretos –no es algo raro, ya que tengo muy mala memoria, y más que de calles, monumentos o lugares, de lo que suelo acordarme es de momentos y sensaciones–.  Recuerdo el “perro gigante” –Puppy– que me impactó mucho, el Guggenheim, que siempre estaba nublado y llovía bastante, aunque a veces llegabas al hotel mojada y no te habías dado ni cuenta –el popularmente conocido txirimiri–. No recuerdo pasármelo muy bien precisamente.

La siguiente vez que fui a “la capital del mundo” fue hace tres años. Y me cautivó. Me sentí en casa. Hacía mucho que no tenía esa sensación cuando viajaba. De hecho, solo la he tenido en mi último viaje a Roma y Venecia, y en Nueva York. No todas las ciudades tienen esa capacidad de calar tanto. Ni tan dentro. Me hizo sentir pequeñita pero importante a la vez. Sentía que pertenecía allí de cierta forma, todavía no sé cuál.

Puppy, a pocos metros del Guggenheim.

Recorrer la Ría del Nervión caminando, desde el muelle de Deusto, pasar por el Museo Marítimo, por el parque de Doña Casilda Iturrizar, ver a la gente corriendo, haciendo ejercicio, jugando al baloncesto, tomando algo en las terrazas, tumbados en el césped de los parques, pasar por la Torre de Iberdrola, y llegar al Guggenheim.

Una de las cosas que más me llamó la atención de Bilbao fue el ambiente que hay en sus calles. En todas y cada una de ellas. Camines por donde camines, siempre hay ambiente, ya sea porque hay gente haciendo ejercicio, tomando algo en una terraza, paseando en grupo, en las plazas, haciendo skate o simplemente corriendo… Es algo que no se puede describir muy bien pero que se siente. Y yo, que valoro mucho de donde vengo, puedo afirmar sin ninguna duda, que en las calles de Valladolid no se siente esa misma energía. Igual que cuando juega el Athletic, que, aunque no lo sepas, sales a la calle y se respira un ambiente distinto en la ciudad, entonces miras las noticias y ahí está, juega esa tarde. También influye que te acabas encontrando en cada esquina avalanchas de camisetas rojiblancas, txapelas y bufandas. Esa es otra cosa que me ha llamado mucho siempre la atención de Bilbao, su afición y la pasión que tienen por su equipo. Hace que quieras formar parte de todo aquello.

Vistas de la ría del Nervión y el Museo Guggeenheim.

Getxo, Sopelana y Plentzia

Casas del Puerto Viejo de Algorta.

Bilbao no tiene playa, pero está muy cerca. A 30 o 45 minutos en metro. La más cercana está en Getxo, un pueblecito pesquero con mucho encanto. Tomar el sol y darte un baño es lo mejor que hay en el mundo–eso sí, el agua está helada, pero viene bien para la circulación, o eso dicen los que viven allí–. Aunque los bilbaínos afirman que no está tan fría –igual que también dicen que el txakolí no emborracha y que las mejores fiestas son las de allí, aunque esto último puede que sí que sea verdad–. En la playa de Getxo no se puede hacer surf, pero sí skate o patinar, ya que el pavimento convive con el carril bici mucho mejor que en casi todas las ciudades que he visitado. Perderse por el paseo marítimo hasta el Puerto Viejo de Algorta, ver el atardecer allí sentada con una cervecita fresquita y un buen libro o una libreta y tus pensamientos, es mágico. Allí descubrí colores que no sabía que existían. Adentrarse en las calles del Puerto Viejo es como viajar a un pueblecito típico de las afueras de la ciudad. Escuchar hablar euskera, comer pintxos y beber txakolí sentada en las escaleras viendo el atardecer es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo. Y es que eso es lo que pasa en Bilbao, que te vas guardando momentos como este en el bolsillo, y parece que puedes parar el tiempo.

En la otra orilla de Getxo, además del puerto, está Portugalete. Parada más que obligatoria, así como subir al Puente colgante de Bizkaia, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, –¡aúpa ahí!– Se puede cruzar andando –por arriba–, desde donde se pueden ver las dos orillas y toda la ría, el puerto y los barcos o las piraguas pasar, dejando una estela en el agua. Lo que tiene de peculiar este puente es que también se puede cruzar a través de un transbordador ya sea en coche, bici o siendo un peatón.

Puente colgante deee Bizkaia.

En Sopelana hacer surf y parapente es casi obligatorio. Ese ambiente surfero, con viento frío, agua fría, acantilados, verde, olas perfectamente dibujadas, –siempre que no llueva o haga demasiado viento–, azules infinitos, perros corriendo, furgonetas camperizadas que ya tienen un sitio adjudicado en el parking o que están allí por primera vez, olor a neopreno… Leer un libro, escuchar música, comer algo, cenar algo y ver cómo se va el solo poco a poco y desaparece en el mar. Otro momento digno de guardarse en la retina.

Plentzia tiene un puerto precioso y una vez más, el atardecer allí es espectacular. Yo diría que el más espectacular que he visto, después del de la playa de La Barrosa, en Chiclana. Algo de lo que me di cuenta cuando estuve en Bilbao fue que los atardeceres son más bonitos. Más naranjas, más rojos, más amarillos, y más largos. O al menos eso me parece. Igual es que simplemente soy una enamorada de ese momento del día.

Atardecer en la playa de Sopelana.

Bares y gastronomía

Hamburguesa de un restaurante en Casco Viejo.

Ir de bares por Bilbao es casi un ritual. Pozas los días de partido se llena de camisetas rojiblancas, más de lo habitual, pero cuando no hay fútbol, está igual de lleno. Los universitarios suelen salir por esa zona, ya que hay cerveza y kalimotxo barato y suelen poner pintxos gratis.

Casco Viejo –Zazpikaleak– es una zona un poco más glamurosa, adinerada y de alta cocina –la alabadísima gastronomía vasca–. Suele estar concurrida por una media de edad ligeramente superior a la de Pozas, aunque a veces también acuden allí grupos de gente joven para celebrar logros: unas prácticas, un nuevo trabajo, una boda o incluso una despedida.

Las zonas de bares están repartidas por toda la ciudad y cada una tiene un ambiente diferente. Casco Viejo e Indautxu son las más típicas. No se puede hablar de bares y de conciertos sin hablar del Antzoki –Kafe Antzokia–. Un antiguo teatro que organiza conciertos por la tarde y por la noche, y de día banquetes de boda, entre otras celebraciones. Salir de fiesta en el Antzoki es moverse en un ambiente mucho más alternativo. Viajas en el tiempo. Conoces a gente increíble, descubres música que no conocías, aprendes euskera y te olvidas de esas cosas que no son tan importantes en la vida. Lo malo pierde importancia y solo valoras el momento, el ahora.

Cultura y lugares de culto

Y es que la capital vizcaína ha cambiado y ha evolucionado muchísimo si volvemos 100 años la vista atrás. Una ciudad puramente industrial y nada adaptada a las necesidades de una sociedad cada vez más evolucionada, pesquera e igual un poco cerrada. Pero eso ha ido cambiando con el paso de los años. Bilbao sigue conservando su esencia pesquera e industrial, pero, gracias a su empeño y ganas de evolucionar y adaptarse, ha recibido innumerables premios en reconocimiento a su transformación urbana experimentada desde 1990, entre los que se encuentran el premio Lee Kuan Yew World City Prize, considerado como el Nobel del Urbanismo y el premio al alcalde Iñaki Azkuna como Alcalde del Mundo. La capital vizcaína fue elegida también la Mejor Ciudad Europea del 2018.

Museo de Bellas Artes de Bilbao.

No podemos olvidarnos de que Bilbao es una ciudad de museos. El Museo de Bellas Artes, El Museo Marítimo y cómo no el Museo Guggenheim. La zona del Guggenheim es impresionante tanto de día como de noche. Pasear por la ría o hacer skate mientras disfrutas de esas vistas, no está pagado. Perderse por las salas del museo de Bellas Artes es como trasladarte al Museo Reina Sofía de Madrid. Tampoco me puedo olvidar de mencionar el Teatro Arriaga, que te envuelve con sus lonas aterciopeladas borgoña y sus columnas y eternas escalinatas.

El Azkuna Zentroa es un lugar de culto para los bilbaínos. En realidad, es un espacio difícil de describir. Un edificio que consta de un bar y un restaurante, un hall enorme plagado de columnas de diferentes formas, colores y materiales, una piscina cubierta en el techo, un gimnasio, una biblioteca, unos cines y varias salas de exposiciones. Me he pasado allí tardes enteras escribiendo y leyendo o tomándome un café con mis pensamientos.

Otro lugar de culto es el Mirador de Artxanda, donde se puede ver todo Bilbao, de día o de noche. Para subir allí hay que coger un funicular muy pequeñito. En Bilbao todo tiene su encanto, a su manera. La ciudad, la gente, la playa, la comida, la noche y los atardeceres y amaneceres. Es como si allí, se pudiera parar el tiempo.

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