Después de cinco semanas en cuarentena es el momento de comenzar a explorar otras formas de viajar. Desde Cultura Joven proponemos, en esta ocasión, un recorrido por la naturaleza a través de esta crónica de un viaje a la Selva de Irati.
”Siempre que me acuerdo de Irati se me ponen los pelos de punta. Recuerdo que venía justo cuando acababan las Fiestas (de San Fermín) para perderme en el bosque. Aquí, en el corazón del bosque, me quedo yo esperando a que Basajaun, el Señor del Bosque, venga a saludarme”
Ernest Hemingway
El color azul marino de la Volkswagen Transporter resalta a través de la comarcal NA-140. El contraste del verde de los frondosos bosques que rodean la carretera frente al del vehículo llega a desentonar. Una vez paramos y lo vemos desde fuera, comprobamos que no corresponde a la imponente gama cromática que se encuentra frente a nosotros, por lo que vamos a tener que olvidarnos de la costa del mar por la que estamos acostumbrados a desenvolvernos y mimetizarnos en este nuevo entorno.
Llegamos a Ochagavía justo después de comer, momento del día que nos da la oportunidad de infiltrarnos en el pueblo antes de que anochezca y de que los oriundos sospechen de los nuevos forasteros. Tras dejar el equipaje en lo que será nuestro hogar durante los próximos días, volvemos a las calles del pueblo. Es hora de investigar.
Ochagavía está situado en el Valle de Salazar, denominación que le otorga el río que baña sus quince aldeas. A pesar de que su nombre recuerde al del Pirata Alonso de Salazar, quien nació en la comunidad vecina del País Vasco pero no tiene nada que ver, en realidad proviene de su flora, ya que en euskera Sauce se dice “Sahats” y fue por una de sus extensas saucedas, situada en Zaraitzu, por la que se le otorgó este nombre en el siglo VIII.
Diez minutos después de nuestra primera incursión en uno los bosques del valle, el entorno nos hace olvidar que esa misma mañana habíamos estado en una ciudad. La tierra, el musgo y las rocas nos acogen en su humilde morada y, pintadas con la bandera navarra, nos invitan a llegar a la cima del primer altozano del viaje.
Estamos en el ecuador de septiembre y los árboles lo comienzan a mostrar. Desde este alto el paisaje se resume en tonalidades verdes y marrones que decoran todo el valle y esconden las casas de alguno de los pueblos cercanos entre sus ramajes. Sin darnos cuenta, Salazar ya nos ha dado la bienvenida y no nos va a dejar escapar tan fácilmente.
A la mañana siguiente ya estamos integrados. Mauri, el propietario del pequeño hotel rural en el que nos alojamos, nos sirve el desayuno casero que prepara junto a Mayte, su mujer. Es el día elegido para adentrarnos en la Selva de Irati y necesitamos todas las energías que nos puedan dar (y vengan incluidas en el precio del desayuno). Descanso, comida, ducha, macuto con lo indispensable y de nuevo nos montamos en nuestra Volkswagen Transporter.
Para acceder a este espacio forestal -con una superficie de más de 17.000 hectáreas- primero hay que subir al Mirador de Tapla y desde ahí comenzar un descenso de algo más de veinte minutos para llegar a las puertas de la selva. Antes de continuar, aclarar que no es una Selva en términos literales, pero se le hace llamar así por la gran conservación de su territorio compuesto por hayas y abetos, la convierten en la segunda superficie de este tipo más grande de Europa. El primer puesto lo conquistó hace tiempo la Selva Negra de Alemania.
Una vez allí dentro ya no estás en Navarra, ni siquiera en España, tan sólo en Irati. Los teléfonos no tienen conexión y es un momento donde sólo nos encontramos la naturaleza, nosotros, y algún turista despistado más. Pero para nosotros es la hora de decidir qué sendero será el primero que recorramos.
A partir de este momenton la Ruta de los Sentidos y el Bosque de Zabaleta nos introducen en un contexto visual donde es imposible que no exista algún tipo de criatura mágica, tal y como nos hann enseñado el cine y la literatura. Ahora mismo es tan posible que aparezca en cualquier momento el fauno de Las Crónicas de Narnia a enseñarnos el camino como que nos embistan los soldados de Salamina de Javier Cercas escapando de su trágico final.
Sé que fuera el sol hace acto de presencia, algún rayo consigue colarse entre las ramas de los árboles, pero el ambiente de dentro es mucho más frío y húmedo que lo que se palpa ahí fuera, estoy segura de que hay zonas que hace años que no sienten el calor del astro rey. Nuestras suelas resbalan cada poco tiempo y, si al parar la marcha y conseguir silencio, podemos escuchar el murmullo del agua que guía a todos los senderistas.
La ruta de vuelta es distinta y cuesta abajo, esto provoca que nuestro ánimo aumente y de nuevo volvamos a abrazar a los árboles, las rocas y las piedras que nos rodean mientras seguimos las flechas que nos llevan guiando, y salvando, todo el día.
Una vez abajo del todo nos volvemos a montar en nuestro carruaje particular, listo para la vuelta a casa. El sol continúa mirándonos y nos guía hasta la cima del Mirador de Tapla, donde puedo afirmar (y afirmo) que he visto uno de los mejores atardeceres que recuerdo.
En ambas ocasiones nos acompaña un grupo de caballos demasiado fotogénicos para creer que estaban allí por casualidad.
Cruzando la frontera
La semana continúa y lo que hemos visto hasta ahora tan solo aumenta nuestras ganas de observar. Tanto que, siguiendo los consejos de nuestro anfitrión sobre un precioso lugar más allá de la frontera, nos hemos puesto camino a Francia y nos disponemos a hacer una de las rutas más conocidas de los Pirineos al otro lado de España.
De nuevo los teléfonos dejan de funcionar una vez en terreno extranjero y el aislamiento acelera la expedición. El objetivo es ver el Puente Colgante de Holzarte, que se eleva unos 200 metros del Arroyo d’Ohadibi.
Durante esta caminata nos enfrentamos a uno de los retos más duros del viaje. Al comienzo, el sendero está pegado al río, y la flora y la fauna son parecidas a las de la ruta de la Selva de Irati. Pero la tranquilidad no dura demasiado, el ascenso provoca que enseguida se disipen los árboles y, al estar a un lado de la montaña, el sol pega de lleno. Hace calor.
El sudor ya nos ha envuelto minutos antes de llegar a nuestro destino y las mejillas rojas nos delatan frente al resto de viajeros. No, no estamos acostumbrados a ese tipo de cosas. A las puertas del puente colgante una joven extranjera llora desconsolada, su pareja le reconforta mientras le ayuda a cruzar el puente protegiéndola entre sus brazos. Bien compañera, lo has conseguido.
Para nosotros lo peor ya ha pasado y el puente colgante se abre ante nuestros ojos como en la película de El Puente Hacia Terabithia, el entorno vuelve a invitarnos a entrar en un mundo imaginario. La caída es eterna y el suelo no se llega a ver pero, en cambio, si te sitúas en el centro del puente y miras hacia las paredes de roca puedes llegar a ver entradas a la montaña aparentemente inexploradas.
La Volkswagen Transporter nos espera de nuevo en el parking francés. Una botella de agua fría, un bocadillo del único bar en 30 kilómetros a la redonda, donde el camarero habla una mezcla entre francés y esukera, y ya estamos listos para regresar a Irati, a Navarra, a España.