Cuando pensamos en los dramaturgos españoles, incesantes voces masculinas corretean por nuestra memoria: Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, José Zorrilla o Federico García Lorca. Sin embargo, entre los ecos masculinos, existe una producción femenina ensombrecida. Casi silenciada. En los libros de texto es difícil hallar, por mucho que nos deslicemos por sus páginas, nombres de autoras como Ana Caro de Mallén, a pesar de haber sido célebre por sus comedias de capa y espada, como Valor, agravio y mujer. Tampoco constan las doce comedias que Mariana de Carvajal afirmaba haber escrito en el prólogo Navidades de Madrid y noches entretenidas. ¿La razón? El tiempo y sus permanentes mudanzas no son los únicos culpables de la ausencia de obras escritas por mujeres. Solo es un agravante más de la verdadera causa: la escasa producción de poesía dramática femenina.
En el Siglo de Oro, el discurso moral elogiaba la modestia y el silencio como cualidades que debía poseer la mujer. No es de extrañar entonces que muchas autoras dramáticas optaran por el enmascaramiento de su verdadera identidad o destruyeran sus creaciones. Leonor Menezes Noronha, sin ocultar su condición de mujer, protegía su reputación tras el seudónimo de Laura Mauricia. Mientras otras, simplemente, cabalgaron a lomos del anonimato o dejaron que las llamas consumieses sus trabajos. Así, se fue perdiendo una parte importante del testimonio autoral femenino en la dramaturgia. El sentimiento de culpabilidad que se impuso a las mujeres provocó las pérdidas que ahora se hacen palpables en la historia del teatro.
La extrañeza que a veces provoca el pasado podría hacer pensar que en la actualidad el papel que tienen las dramaturgas ha cambiado. ¿Pero realmente es así? Desde que se creó el Premio Nacional de Literatura Dramática, en 1992, solo lo han ganado tres mujeres: Cunillé, Liddell y Ripoll. Y hasta el año 2011, ninguna mujer había dirigido una obra en el Teatro Real. Esto demuestra que la dirección de las obras teatrales ha estado sustentada casi siempre por hombres, y ese tipo de herencias históricas tardan en desaparecer. Quizás porque en las artes escénicas se espera que las mujeres sean actrices, no dramaturgas. María Velasco, autora de La soledad del paseador de perros, reconoció en una entrevista con El País que: “El paternalismo y lo baboso del trato de muchos dinosaurios sagrados de esta profesión es execrable”. Un problema que se hace más evidente cuando hace dos años el Centro Dramático Nacional (CDN) tuvo que comprometerse a que al menos un 40 % de las creaciones estuvieran protagonizadas o avaladas por mujeres hasta el 2019. Un acuerdo al que también se suscribió el Festival de Almagro y el Centro Cultural Conde Duque. Laila Ripoll, la primera autora viva en ser programada en la CDN, ha defendido en más de una ocasión que, mientras persista la desigualdad, todo tipo de medidas para dar visibilidad a las mujeres son necesarias.
En las últimas décadas, numerosas asociaciones y colectivos como La Liga de Mujeres Profesionales del Teatro o Clásicas y modernas, han estado detrás de estas medidas. Una batalla constante que persigue la promoción de oportunidades de las mujeres en todos los aspectos del teatro profesional. Un aspecto que todavía sigue sorprendiendo es que, a pesar de que las mujeres siguen siendo mayoría en las carreras de humanidades, nicho de vocaciones y profesiones artísticas, son minoría en el ámbito laboral. Según el último informe elaborado por Clásicas y modernas, ellas representan entre el 56,8% y el 63,9 % del alumnado; sin embargo, solo son el 39% en el mundo profesional de la cultura. Y eso que, en los másteres de enseñanza de los ámbitos culturales, alcanzan resultados un 10% superiores que sus compañeros varones. No obstante, pese a la adversidad de los resultados, a que solo el 22 % de las mujeres en España logren ser directoras de escena, las nuevas generaciones comienzan a tener más visibilidad y luchan a través de sus obras con los clichés de género.