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Sondheim, pintor de emociones en una partitura

Representación del musical 'Sunday in the Park With George' (1984)
Representación del musical 'Sunday in the Park With George' en 1994

El niño raro más raro de Broadway, que encontró la armonía de sus luces y sombras

«Blanco. Una página o lienzo en blanco. El reto: poner orden en el conjunto a través del diseño. Composición, tensión, balance, equilibrio, luz…y armonía». Así comienza la que se considera la obra maestra de Stephen Sondheim, Sunday in the Park with George (1984). El compositor, fallecido el pasado noviembre, deja un legado que permanecerá inmortal en la literatura del teatro musical, pues supo plasmar como nadie que, ante una partitura en blanco, están las posibilidades infinitas de la emoción humana.

Una página en blanco

Sondheim no tuvo una vida fácil – ¿quién la tiene? – quizá fue eso lo que inundó sus partituras de emoción porque, como dice Andrés Neuman, “a quien escribe cuentos le ocurren cosas, a quien le ocurren cosas, escribe cuentos”. Con apenas diez años, se encontró encarcelado con una madre que desahogaba en él la furia y frustración por el abandono de su marido de la forma más cruel y salvaje. Un maltrato que perseguiría al músico toda su vida, pero, por suerte, siguieron pasando cosas.

El azar quiso cruzar en su camino al libretista Oscar Hammerstein II quien, junto al compositor Richard Rodgers, cambió la forma de hacer y escribir teatro musical. El maestro apadrinó a Sondheim no solo evitando que las cosas que le pasaban siguiesen teniendo “trágico” como adjetivo, sino enseñándole que lo mejor que podía hacer con ellas era, efectivamente, escribir un cuento o, en este caso, componer un musical.

«A quien escribe cuentos le ocurren cosas, a quien le ocurren cosas, escribe cuentos»

Su debut llegaría con apenas 25 años al escribir las letras sobre la partitura de Leonard Bernstein para West Side Story. La experiencia no fue buena, los dos genios tenían estilos muy diferentes a la hora de entender cómo o qué debía decir un personaje. Bernstein tendía a la poesía exagerada mientras que Sondheim, que aceptó y firmó la tarea a regañadientes, rechazaba el estilo grandilocuente del musical clásico. Debía ir por su cuenta y vaya si lo hizo.

Sondheim llevó la música de Stravinski y Rachmaninov a Broadway. La asimetría de los versos, las disonancias y los cambios de ritmo dentro de un compás representarían la propia mente del personaje que se retuerce y contradice inmersa en su propio discurso. Si la discusión con Bernstein fue por el cómo decían los personajes sus emociones, Sondheim basó su carrera en todo aquello que no decían. Rompió todas las barreras. Company (1970), Follies (1971), A Little Night Music (1973), Sweeney Todd (1979)… El legado del compositor es una pintura que, como su propia vida, ordena luces y sombras con la maestría de alguien que supo escribir un gran cuento.

«La música y la palabra como campo de batalla para convertir la oscuridad en luz»

En diciembre de 2021, con las candilejas de Broadway aún de luto, el actor Mandy Patinkin, quien colaboró en numerosas ocasiones con el compositor, escribió lo siguiente: “Uno de los milagros de Stephen es cómo asumió su trauma y se dispuso, durante el resto de su vida, a usar la música y la palabra como campo de batalla para convertir la oscuridad en luz. Esa oscuridad, ese dolor, fue al final un inmenso regalo para él”.

Being Alive

Cuando el teatro musical aprendió a usar la potencia del soliloquio no hubo quién lo parase. Las posibilidades que ofrecía un momento de revelación, no solo para el espectador, también para el propio protagonista, de nuevo, eran infinitas. Es duro pensar en lo bien que retrata Sondheim la tristeza más absoluta, probablemente, por lo bien que la conocía. A lo largo de su obra, paró varias veces el mundo para que sus personajes expresaran aquello que no podían confesar.

El poético duelo del Losing my mind de Follies («Sale el sol y pienso en ti, la taza de café y pienso en ti»), la fragilidad del Send in the Clowns de A Little Night Music («Debería haber payasos… Bueno, tal vez el año que viene») e incluso la triste ironía del Ladies Who Lunch de Company («Un brindis por ese grupo invencible: los dinosaurios que sobreviven»), pero quizás la desesperación del Being Alive, también de éste último, sea la más conocida, no por ello más o menos desgarradora que las anteriores.

«Paró varias veces el mundo para que sus personajes expresaran aquello que no podían confesar»

En 1970, Stephen Sondheim estrena Company, un musical sin trama, pero compuesto por pequeñas viñetas relacionadas con un hombre soltero que, a punto de cumplir 35, observa las vidas de sus amigos casados. Fue el inicio de su revolución. Al final de la obra, el protagonista se dispone a soplar las velas, pero antes, un deseo de cumpleaños, una canción. «Que alguien me abrace demasiado y me hiera demasiado profundo. Que arruine mi sueño y me haga consciente de estar vivo». Es una de la confesiones más desesperadas y viscerales del repertorio de Sondheim y, aunque la interpretación de Adam Driver en Historia de un matrimonio (Noah Baumbach, 2019) merece su mención, la de Raúl Esparza en el revival de 2006 es un ejemplo de cómo hacer brillar tu oscuridad sobre el escenario.

Sunday

En una de sus memorias, Sondheim habla de cómo, durante el proceso de composición de cada uno de sus musicales, siempre hubo un acorde, una melodía, una palabra que lo emocionó particularmente. En el caso de Sunday in the Park with George, fue la palabra «forever» (para siempre): «De repente me conmovió la idea de lo que habrían pensado estas personas si hubieran sabido que estaban siendo inmortalizadas, y de forma importante, en un gran cuadro».

El musical, con libreto de James Lapine, trata una historia ficticia sobre el pintor puntillista George Seurat que se debate entre dedicarse por completo a la creación de su obra maestra, Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte (1886), o a su novia Dot («punto» en inglés y una muestra del exquisito sentido del humor de Sondheim). Es toda una reflexión sobre el proceso creativo con momentos tan brillantes como Finishing the Hat, que canta a la obsesión, reclusión y parálisis de enfrentarse a la hoja en blanco, o peor, a algo que está atascado a la mitad.

Pero la poesía, la luz de este musical, es el número Sunday que murmulla una detallada descripción del cuadro que George está pintando: «Domingo, junto al agua azul, púrpura, amarilla y roja. Sobre la hierba verde, púrpura, amarilla y roja. Pasemos por nuestro parque perfecto, haciendo una pausa en un domingo». Extraordinariamente ordinario.

Dos días después de la muerte del compositor, el domingo 28 de noviembre, cientos de actores se reunieron en pleno corazón de Broadway para despedirle cantando su creación más preciada: Sunday. Así ha quedado Stephen Sondheim, inmortalizado en el recuerdo de aquellos que aman su legado, un gran cuadro lleno de matices, una pintura eterna.

Laura del Río

Contando historias en Cultura Joven.

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