PARÍS, DE LA QUIMERA A LA LÍNEA DE METRO

Antes de aquel verano, París siempre fueron para mí las escenas de una película en la que la torre Eiffel servía como fondo para un beso romántico; las páginas de un libro que describían con minuciosidad las láminas del barrio de los artistas; los acordes de una melodía en los que se podían sentir las consignas de la revolución bohemia y, sobre todo, los episodios de un sueño. Un sueño que, por deseo, se convertía en quimera y que, por anhelo, tenía la apariencia de irrealizable. Fue así hasta que aquel verano pisé por primera vez el aeropuerto de Orly y aquella mágica ciudad se transformó para mí, durante las próximas semanas, en una línea de metro.

Sobre mi escritorio aún conservo una alfombrilla de ordenador con un plano de transportes dibujado. Rememoro, casi cada vez que la observo, los encantos que fui descubriendo en una ciudad cuyo aspecto inicial, en mis primeros días de turista desconcertada, se limitaba a una combinación de líneas de colores.

El metro de París no son sólo trenes que transitan de un lugar a otro. Son también las vitrinas de la estación de Louvre Rivoli (línea amarilla) que albergan la reproducción en miniatura de las obras de arte que pueden verse luego en el museo. Es también un teatro de títeres improvisado, a cambio de unas monedas, entre dos vagones de la línea 6; esa desde la que se puede contemplar, en sus tramos por la superficie, la torre Eiffel amenizando el camino. Y son también los pintores que, situados en estaciones de la línea dos como Anvers o Pigalle, dan la bienvenida al barrio bohemio de Montmartre.

Pero de todos estos números y colores, de todas las líneas, mi favorita es la línea cuatro: Porte d`Orleans – Porte de Clignancourt. ¡Cómo me gustaría ahora realizar de nuevo ese recorrido! Todavía guardo, con la intención de usarlo en mi próxima visita, mi abono de transportes semanal; el Navigo (el más rentable si va a pasarse una temporada larga en la capital francesa y, sobre todo, si se chapurrea el idioma, con lo que se evitaría el pago de los cinco euros que cobran por la tarjeta a los extranjeros).

Inauguraría la reutilización del Navigo saliendo de Port d`Orleans. La cabecera sur de la línea cuatro está a pocos metros de la Ciudad Universitaria; el perfecto alojamiento para estudiantes no sólo autóctonos sino también de fuera del país. Compuesta por diferentes “maisons”, cada una perteneciente a un país distinto, “la cité” es también recomendable para disfrutar de un agradable paseo lejos del céntrico bullicio mientras se admira la originalidad y la heterogeneidad de la arquitectura de sus edificios.

Tras dejar atrás la zona sur, mi primera parada sería Saint-Sulpice. En un día de sol no pesa el paseo hasta los jardines de Luxemburgo; y si pesa, nada mejor que descansar a la llegada leyendo un buen libro en las sillas de hierro situadas junto a las majestuosas fuentes.

Pero si durante el día uno de los grandes atractivos de la ciudad son sus zonas ajardinadas, durante la noche lo son sus barrios. Y uno de los más emblemáticos está a sólo tres paradas de Saint-Sulpice. St-Michel es un hervidero de gente, música y colorido. Desde sus excelentes creperías, en las que te servirán el crepe de Nutella recién hecho (es así como están realmente deliciosos), a sus locales nocturnos y picantes como el Latin Corner, en el que el físico y la picardía de sus camareros son un reclamo aún mayor que el de sus excelentes cócteles; cada rincón de St-Michel merece la pena ser disfrutado indistintamente tanto por turistas como por parisinos.

No obstante, una noche en París no está completa sin un descanso a la orilla del Sena. Ningún lugar es mejor para hacerlo que la siguiente parada de la línea 4. Desde allí se puede contemplar a la que muchos llaman “la señora de París”. Notre Dame se yergue orgullosa sobre la Île de la cité y, desde lo alto, sus gárgolas vigilan la ciudad. El hechizo de la catedral unido a la magia de la noche y al resonar del río conforman una de esas imágenes inolvidables que regala París. Aunque habrá que volver de día a esa misma parada de metro (a primerísima hora si no se quiere esperar lustros de cola) no sólo para subir a las torres de Notre Dame, sino también para visitar uno de los lugares más pintorescos de la ciudad; un lugar tan fascinante como escondido.

Si la visión de la catedral era mágica desde la orilla del Sena, desde el alfeizar de la ventana de la librería Shakespeare and Co, mientras se lee un libro y se escucha el repicar de las campanas, entonces es aún mejor. En mi rincón favorito de París los libros no sólo se venden sino que también pueden ser leídos allí mismo o incluso escritos; puesto que en la planta superior se encuentran espacios para que los visitantes se dediquen a la escritura y la compartan con los que vendrán después. La decoración intimista se combina con el sonido de un piano que cualquiera puede sentarse a tocar. Abandonar la capital francesa sin pasar por esta librería inglesa sería, cuanto menos, un crimen.

Hasta aquí no es de extrañar que mi recorrido preferido de la ciudad sea el de la línea cuatro; pero éste no estaría completo si no terminara en ese barrio que, a través de tantas novelas y largometrajes, ya me había robado el corazón antes incluso de pisar por primera vez sus calles de piedra. Barbès Rochechouart sería mi última parada. Montmartre: sus cafés, el Moulan Rouge, la plaza de los pintores, la basílica del Sacre Coeur e incluso sus pintorescas tiendas de recuerdos. Todo está impregnado de una seducción y un atractivo que van más allá de las palabras. Desde lo más alto del monte del martirio divisaría una panorámica de la ciudad en la que la Torre Eiffel aparece minúscula y perdida en la lejanía del horizonte.

Desde allí, antes de volver al metro, cerraría los ojos y evocaría mentalmente los campos de Marte, el museo Pompidou, los jardines de Trocadero, la pirámide del Louvre, el barrio latino, la plaza de la bastilla, el museo de Orsay… y tantos y tantos otros lugares que hacen que París, valga el tópico, merezca su nombre de la ciudad del amor. Quien la ha visto lo sabe: una vez la conoces, una vez que la vives, recorres sus calles, sus líneas de metro y sus rincones; una vez que haces todo eso quedas prendidamente y para siempre enamorado de ella.

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