Es verano. Oliver y Elio, o Elio y Oliver, están enamorándose. Al otro lado de la ventana, la mañana asciende surcando los cielos de la región italiana de Lombardía. Ambos despiertan invadidos por una inmensidad calmada, por una sensación de pertenencia sin precedentes. Elio (¿o es acaso Oliver?) se aproxima a la camisa de su amante, colgada a los pies de la cama. La agarra fuerte y se la lleva hacia la cara, buscando impregnarse de ella, del olor con el que ya convive. “Llevabas esta camisa el día que llegaste aquí. ¿La llevarás también el día que te vayas?”
El día de la despedida, sin embargo, es Elio quien lleva puesta la camisa azul, la camisa que Oliver trajo consigo de allá de donde viniese. Del lugar que habitaba antes de cruzarse en su camino, del pasado que ya no existe pues todo nace después. Antes del día en que él aterriza en el mundo conocido solo hay muerte, un extenso lago estancado e irreconocible.
Ese es un día de comienzos. Oliver llega a la casa en la que Elio pasa los veranos junto a su familia para trabajar con su padre, un afamado profesor de arqueología. Él es el encargado de ayudarle con las maletas a su llegada. “Mi habitación ahora será la tuya”, le dice. Y Luca Guadagnino se las apaña para que entendamos que la planta que nace, aunque ahora apenas sea un difuminado rastro verde que emerge del suelo, pronto será una enorme enredadera que todo lo envuelva.
Elio no tiene muy claro quién es. Se disfraza. Evita tocar a Bach por miedo a la desnudez, y lo viste de la corrección de Liszt. Lo enfría. Timothée Chalamet, que lo encarna como si hubiese nacido para existir en su piel, salta por las composiciones de Guadagnino. Se desliza, evita el contacto, huye. Y un día se encuentra a sí mismo como un ser dañado, viendo a Oliver (ese Armie Hammer tan luminoso y escultórico) besar a Chiara, y se pregunta por qué él no es capaz de saltar a ese vacío. Por qué las cosas son tan fáciles para Chiara, por qué ella es aplaudida y vitoreada por todos cuando consigue besar a Oliver. Su expresión se desencaja y uno puede entender que se está imaginando cuál sería la reacción de esa gente, la misma que ahora aplaude el beso, si fuese él y no ella el acompañante de ese forastero americano que parece haberlo conquistado todo. Pero el mundo apremia, y pensar abre la herida hasta la carne, y Elio decide levantarse y ponerse a bailar para seguir escapando.
Pero pasan los días y el fantasma de Oliver se extiende. La soledad aplasta a Elio, que no siempre puede bailar, y llegada la lluvia su madre le lee aquella historia en la que un hombre asustado ante la idea del amor se pregunta si es mejor hablar o morir. “Yo nunca sería tan valiente para hacer esa pregunta”, reflexiona, quebrado.
Pero la hace, claro que la hace, porque Elio está descubriendo que es incapaz de negarse a sí mismo la posibilidad de ser feliz. Y se confiesa con palabras veladas, las justas para hacerse entender. Cuando Oliver le pide que lo espere y no se vaya, él contesta rotundo: “sabes de sobra que no voy a irme a ninguna parte”. Los dos viajan por un universo que se está gestando. Se bañan en el río y Elio da un paso hacia Oliver. Es la forma que utiliza Luca Guadagnino para contárnoslo, para comunicarnos que ese joven acechado por la confusión ha tomado la decisión definitiva de derribar el muro que lo sostiene. Y uno puede ver cómo el verde de la enredadera comienza a cubrir los muros.
Unas horas más tarde, Chalamet empieza a sangrar por la nariz como si estuviese sangrando todo el miedo que lo agarrota, que le impide avanzar. Oliver se acerca a él y Elio acaricia la estrella de David que cuelga de su cuello. Le explica que él solía llevar una y Oliver le pregunta por qué ha dejado de llevarla. “Mamá dice que somos judíos discretos”. Lo siguiente que vemos es a Elio bañándose mientras besa su propia estrella de David, y nos damos cuenta de que algo ocurre, de que empieza a aceptar su identidad: comienza a ser alguien, nace como individuo.
El amor es algo que vive en sentido bidireccional, con lo que la desnudez de Elio se hace minúscula ante las dudas de Oliver, y es por ello que su identidad en formación se tambalea y busca otros caminos, y es el vacío que encuentra el que lo reafirma en su propósito. Los muros caen cuando Guadagnino nos muestra cuatro pies: los dos de Elio, descalzos; los de Oliver, calzados. Nada ocurre hasta que éste se desprende de sus zapatos: sería imposible que así fuese. Es cuando lo hace cuando el amor, esa cosa misteriosa (blessed be the mystery, que canta Sufjan Stevens), nace a borbotones, libre, como el río que corre voraz por las montañas, inundando el mundo con su agua purificadora. En la intimidad de la mañana común, en un plano invertido (¿quién es cada uno de ellos? ¿acaso no son una única persona ahora mismo?), Oliver dice a Elio: “llámame por tu nombre y yo te llamaré por el mío”. Es ahí cuando sus identidades se cruzan, y cuando el mundo de Oliver invade por completo el de Elio, hasta hoy vacío de emociones, hasta hoy muerto. Empieza a importar poco quién lleve puesta la camisa azul, mientras sea uno de ellos.
Durante unos días vive el amor imposible enroscándolos en el verdor. Y cuando se separan el mundo se rompe, se quiebra por la mitad, puesto que cada uno de ellos ha entregado al otro una parte de sí mismo que ha renunciado a recuperar. Y así se aleja el tren sobre las vías, portando las únicas emociones que Elio ha conocido. Sin embargo, una vez la vida se filtra por las rendijas, no hay muerte capaz de expulsarla de la habitación. Y a él, que ya es Oliver además de Elio, no hay ausencia capaz de despojarlo del amor que ha sentido. Se sienta en el sofá con su padre, roto de dolor, y este lo mira y le pide que no busque arrancarse el sufrimiento que ahora lo invade. Que no trate de olvidar las cosas hermosas que ha vivido solo por el hecho de que ya no estén. Que no se tape, que no esconda la identidad que ha creado gracias a haber sido lo suficientemente valiente como para admitirse a sí mismo que ha llegado a enamorarse. Que no esconda su nombre, ahora que lo ha descubierto.
Pasan los meses y Elio recibe una llamada de Oliver, quien le comunica que pronto se casará. Su rostro se quiebra pero de algún modo se sostiene, y ante la sensación de no tener escapatoria delante de un futuro que cada vez está más cerca, ante la aterradora idea de quién será a partir de ese momento, se aferra a quien ya es, ahora que al fin es alguien. Y lo llama por su nombre. “Elio, Elio, Elio”, repite a través del teléfono. Se hace un ligero silencio. Al fin se escucha al otro lado: “Oliver. Lo recuerdo todo”.
Es invierno y Elio, pese a todo, se descompone. Se agacha, llorando, y se queda mirando al fuego. I have loved you for the last time, canta Sufjan Stevens, y Elio observa triste las llamas, el recuerdo cálido de un verano que se esconde ahí, a pesar de vivir rodeado de nieve. El rojo se refleja en sus ojos cubiertos de lágrimas, los ojos de alguien que todavía acaba de empezar a ser, de un joven decidido a no tener miedo al dolor. El fuego sigue ardiendo, aunque tibio, y, mientras la vida sigue avanzando, Elio vuelve a sonreír.