Cinco minutos antes de que comenzara el espectáculo, una mujer cubierta únicamente por una larga cabellera de color blanco se paseaba por el escenario del Teatro María Guerrero, mientras el público, algo desconcertado, se acomodaba en las butacas. Se paseaba de un lado al otro del proscenio y dedicaba a los espectadores miradas cargadas con ademán inquisidor, mientras se recreaba en cada paso, ajena al trajín de la sala. Finalmente, con los brazos en jarra y un tono no exento de amenaza, sentenció lo siguiente: “Hoy el poeta os hace una encerrona porque quiere y aspira a conmover vuestros corazones enseñando las cosas que no queréis ver. ¿Por qué hemos de ir siempre al teatro para ver lo que pasa y no lo que nos pasa?”.
Así dio comienzo una de las versiones más atrevidas, y no por ello la más acertada, de la conocida obra de Federico García Lorca: Bodas de Sangre (1931), una historia de pasiones, de instintos primarios, de un matrimonio frustrado que termina en la huida de la novia y Leonardo -su primer amor- el día de la boda, y en la consiguiente muerte del novio y de Leonardo tras un encuentro en el bosque. Pablo Messiez, el director argentino que arrasó con La Piedra Oscura en los Premios Max, intenta llevar el drama lorquiano a un panorama más actual y se olvida por completo de los tópicos andaluces, lo que hace que el espectador se sienta desconcertado en algunos momentos de la representación.
Al principio, el espectáculo mantiene su tono clásico y respeta los diálogos originales. El escenario es simplemente un fondo negro, con una pared roja que pende del techo y un tronco, donde se sienta la madre del novio y una vecina, pero conforme la obra avanza, las escenas bucólicas, las prendas tradicionales y el campestre sonido de las cigarras deja paso a vestidos de colores llamativos -casi eléctricos-, escotes pronunciados, guiños al poeta con versos como los de Cielo Vivo de Poeta en Nueva York o El pequeño vals vienés, y alguna que otra excentricidad como la versión de Y sin embargo te quiero de Rocío Jurado. Y también hay algún desnudo entre los invitados al enlace que roza el surrealismo al tener en cuenta que la novia, que en este caso sí tiene nombre y se llama Francisca, ya se ha escapado con Leonardo y todo el mundo la busca desesperadamente.
Tras la boda, las luces blancas y el tono animado y libertino que adquiere la representación parecen esfumarse por completo. Las sábanas que recubren la escena se caen de pronto y los espejos que se asoman detrás de ellas reflejan decenas de árboles que simulan un frondoso bosque. Los únicos en escena son Leonardo y la novia, con dos diminutas linternas, y recitan entre sollozos y jadeos, con tono dramático y ciñéndose al texto original de una de las partes más pasionales y conmovedoras de la obra. De esta manera, el ‘clasicismo’ vuelve a aflorar y se mantiene hasta que reaparece el salón donde había tenido lugar el convite, esta vez con dos asistentas que pasan una mopa por toda la estancia mientras se preguntan la una a la otra: “Oye, ¿pero tú has ido a la boda?”.
En definitiva, esta versión de Bodas de Sangre, que estará en escena hasta el 10 de diciembre, es una apuesta arriesgada, en la que Messiez opta por dejarse llevar por la efervescencia propia de Lorca obviando su cariz trágico e incluyendo algunos aspectos más propios de una comedia. Pese a ello, es una obra entretenida que cuenta con una escenografía muy cuidada y con la magnífica actuación de doce actores de la talla de Gloria Muñoz, Carlota Gaviño, Francisco Carril, Estefanía de los Santos o Julián Ortega, entre otros. Eso sí, no es la función adecuada para aquellos que esperen ver la fiel representación del triángulo amoroso más famoso del teatro español tal y como lo planteó Federico García Lorca.