“Yo antes decía cosas interesantes, pensaba cosas interesantes”, sin embargo, ahora no es más que un amasijo de dudas, inseguridades y miedos que se esconden debajo de la mesa cuando él vuelve.
Hablando (Último aliento) explora los tabúes de la violencia de género y el suicidio de una forma opresiva y extenuante. Dirigida por Ainhoa Amestoy y escrita por Irma Correa, la obra surge de la necesidad de mostrar al público uno de los efectos del maltrato del que nunca se habla: la inducción al suicidio; una forma de asesinato que no encuentra sitio en las estadísticas y cuyas víctimas se diluyen en la memoria colectiva. “Hemos querido encontrar lo positivo a ese final representando a una mujer que ha estado encerrada, a la que se le ha quitado la voluntad, y poco a poco va encontrando la fuerza para tomar una decisión, su propia decisión. En el camino encuentra la libertad”, explicó la directora al término de una de las funciones en el teatro María Guerrero, que se pudieron ver hasta el 7 de mayo.
El argumento bucea también en la problemática del doble al dividir a la protagonista en dos mujeres diferentes: una rehén (ELLA), interpretada por Muriel Sánchez, y una secuestradora (ella), en la piel de Lidia Navarro. Así se evidencia el conflicto interno al que se enfrentan las víctimas del maltrato. Negación, negociación y aceptación son las fases que se pasean ante nuestros ojos a medida que avanza la obra y el personaje entiende que seguir viviendo no es una opción a considerar.
La cercanía de las actrices, el tamaño del escenario y la intensidad perenne de la representación consiguen que el público se marche a casa con una sensación de responsabilidad con el tema, deliberadamente buscada por la directora y la dramaturga. Y es que no parece ficción porque no lo es, ahí reside su efectividad. Historias como la de Sara Calleja Rodríguez, muerta en 2015 tras interponer 19 denuncias, la lectura del diario de Alejandra Pizarnik y el asesoramiento de profesionales en el asunto han inspirado un espacio teatral donde nada es casual. Desde la escenografía, que nos traslada a una mente torturada por el dolor, hasta el vestuario, que se va desprendiendo a medida que desaparecen también los miedos, conforman un todo metafórico de una belleza amarga y poderosa.
Por otro lado, el hecho de que la música esté tocada en directo confiere a la escena un carácter orgánico y cambiante que se amolda al trabajo de las actrices. “Según iban evolucionando los ensayos, íbamos encontrando cómo tratar la mente de la protagonista a través de la distorsión de los sonidos”, asegura David Velasco, músico en escena.
Quizá sobren gritos y falte diálogo o una mayor profundización en la psicología del personaje. Se echa en falta un estudio más exhaustivo de, por ejemplo, otro de los tabúes del maltrato: la dependencia emocional de la víctima hacia el agresor; algo que se aboceta, pero que no se termina de desarrollar en la obra. Aun así, se trata de una propuesta valiente y eficaz que taladra los remordimientos de quien la ve sin pasar desapercibida.
Sin duda, “necesito respirar” es la frase que resume la función y el estado del público cuando la obra termina; ese mismo pensamiento que ha llevado a tantas mujeres a quitarse la vida por no existir otra alternativa para ellas.
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