Salgo del teatro intentando ordenar todo lo que acaba de suceder un rectángulo. El camino entre el María Guerrero y el metro de Colón dura apenas un suspiro y, una vez en el subsuelo, me descubro rodeada de personas con la mirada clavada en sus teléfonos móviles. Supongo que no es la primera vez que lo vivo, pero sí la primera vez que soy realmente consciente de ello. Y ahí es donde me doy cuenta de que F.O.M.O es como un zarpazo certero en lo más profundo de uno mismo. Pero también como una herida que deja temblando el sistema de valores de toda una sociedad.
F.O.M.O, dirigida por Camilo Vásquez, es el acrónimo de la expresión inglesa fear of missing out, que hace referencia al miedo a perderse algo o a quedar excluido. Es un miedo natural, un sentimiento que siempre ha estado ligado al ser humano, pero se ha ido intensificando conforme la rudimentaria función de llamada de los dispositivos móviles ha ido dando paso a complejas aplicaciones y a ventanas no a lo más íntimo de una persona, sino a vidas casi perfectas que acostumbran a coquetear con la ficción. El colectivo Fango, a partir de movimientos y palabras perfectamente medidas –y, paradójicamente, cargadas de espontaneidad–, esgrime una crítica contra el mundo en el que vivimos. Y, tras dejarse –casi literalmente– la piel en el escenario nos hace preguntarnos si realmente todo lo que hemos visto en escena es el precio que queremos pagar por estar permanentemente conectados.
Lo cierto es que en la actualidad tenemos acceso a información sobre sucesos que ocurren en todo el mundo, pero a menudo nos mostramos más interesados por los planes de fin de semana de nuestros seguidores, que no amigos, o de celebridades a las que jamás tendremos el placer de conocer. Ángela Boix, Fabia Castro, Trigo Gómez, Rafuska Marks y Manuel Minaya se entremezclan con el público e interpretan, todos ellos de forma brillante, pequeñas escenas o sketches que van desde lo más personal, como puede ser mostrar sus cicatrices a un desconocido a través de una pantalla de ordenador, hasta lo social, con una reflexión acerca de los refugiados o una sarcástica deliberación sobre el movimiento del #realfood o la comida no procesada.
Durante 95 minutos los espectadores ven como esos cinco actores, que se encuentran a escasos metros de ellos, pasan por todas las emociones posibles en una persona y viven situaciones –llevadas al límite– por las que de una manera u otra hemos pasado todos. En ese momento la obra empieza a doler. Es un dolor soportable, un dolor que al principio se intuye lejano, pero que conforme avanza la representación se torna tan real que no puedes evitar intuir tu propio reflejo en él.
Quizás el montaje alcance uno de sus momentos más duros cuando se representa una entrevista de trabajo vía Skype. En la sala solo aparecen tres de los actores, sentados en una mesa y mirando fijamente a la pantalla donde parece desembocar el espacio escénico y donde se proyectan las conversaciones e imágenes procedentes de los teléfonos móviles con los que van armados los protagonistas de F.O.M.O. En esa pantalla se ve reflejada una actriz que desea con todas sus fuerzas conseguir el papel que ofrece un peculiar casting. Mira a la pequeña cámara de su ordenador y en sus ojos se puede apreciar el brillo característico de quien estaría dispuesta a todo por conseguir su objetivo. Y, efectivamente, los miembros del casting la obligan a todo, la llevan al límite, hacen que pase de la risa al llanto en un sinfín de ocasiones y le sugieren situaciones cada vez más macabras y humillantes.
Cada uno de los componentes de Fango utiliza su cuerpo, su voz y, sobre todo, su energía para crear atmósferas e historias que hacen que el público se retuerza en el asiento, aplauda y ría con fuerza en mitad de la representación e incluso tenga que apartar la mirada del escenario en, al menos, un par de ocasiones. No necesitan nada más. Son capaces de contagiar la rabia, la desesperación y la obsesión que impera en acciones cotidianas, como comprobar el número de seguidores de cualquier red social, a través de la interpretación y del ritmo ascendente del texto, que abandona el clímax al final, con una llamada que hila perfectamente cada una de las escenas y baja todas las reflexiones anteriores a lo más mundano del universo, valga la redundancia.
La música que inunda alguna de las escenas se convierte en algo accesorio y la iluminación, que marca los cambios de tono de la obra y subraya la dureza de las palabras de los actores queda desdibujada, pero ayuda a dar forma al conjunto y a adornar la sobria escenografía compuesta casi exclusivamente por varios aparatos electrónicos, una mesa y varios artilugios como velas, vasos e incluso una bandera de la Unión Europea.
En definitiva, F.O.M.O es una obra estudiada hasta el mínimo detalle pero colmada de una autenticidad que aboca al espectador a la catarsis. Remueve en lo más hondo de sus entrañas, interactúa con él durante la función y le invita, de una forma terriblemente aguda, a verse a sí mismo y a sentirse identificado con escenas que pasan veloces ante sus ojos, despertando el deseo de imbuirse plenamente en ellas e impidiendo que las asimile por completo. La función acaba sin cierre de telón alguno, pero con un nudo en el estómago que no puede apretar más y que pide a gritos ver de nuevo una obra cargada de matices.
Por el momento, pese al éxito y las buenas críticas que ha recibido la obra, no tienen previsto hacer ninguna gira, pero han sido seleccionados para el Be Festival 2018 y viajarán a Birmingham del 2 al 8 de julio.