«¿Va bien, funciona?» Pregunta un timorato Hitchcock a su menuda esposa. Alma asiente. El maestro del suspense, la curvillínea figura oculta en una esquina, observando tras su cámara, es presa de sus miedos e inseguridades. Se trata de un adolescente sexagenario con sobrepeso, un Benjamin Button de los años 60 cuya búsqueda de la perfección profesional le ocultó durante décadas su mayor proeza: su matrimonio.
Como si de una final del Campeonato de Wimbledon se tratase, la relación marital entra en un frío y constante juego de golpes durante el rodaje de Psicosis; drives de gran precisión y potencia y golpes de revés a una y dos manos se intercalan con saques y voleas implacables. Un toma y daca que se adapta a todo tipo de superficies, desde la arena de las playas de Los Ángeles hasta la hierba recién cortada de su mansión de Bel Air.
Con o sin piscina, y polémicas apartes, el cálido óleo de Hollywood brilla tanto como esta relación salpicada con pinceladas de tormenta.
La realidad fue distinta. Un felpudo a las puertas solía rezar Welcome! Y, mientras la señora de Hitch alimentaba la angulosa barriga de su marido, éste lavaba, gustosamente, unos platos relamidos por la satisfacción.
Felicidad y complacencia que mostró en el discurso del homenaje a su carrera que el American Film Institute le realizó en 1979: «Pido permiso para mencionar por su nombre únicamente a cuatro personas que me han dado todo su cariño, su reconocimiento, sus ánimos y su constante colaboración. La primera de las cuatro es una montadora cinematográfica, la segunda es una guionista, la tercera es la madre de mi hija Pat, y la cuarta es la cocinera más excelente que haya obrado milagros en una cocina doméstica, y el nombre de las cuatro es Alma Reville. Si la hermosa señorita Reville no hubiera aceptado hace 53 años un contrato vitalicio sin opciones para convertirse en la señora de Alfred Hitchcock, es posible que el señor Alfred Hitchcock se encontrara en esta sala esta noche. Sin embargo, no estaría en esta mesa, sino que sería uno de los camareros más lentos de la sala. Quiero compartir este premio, como he compartido mi vida, con ella”.
Un año más tarde fallecía, dejando tras de si una huella imborrable, medio siglo de un afable y convencional matrimonio británico y una vida en común famosa por sus copiosas comidas e invitados de postín a la mesa. A su muerte, un inmenso vacío de soledad inundó la vida de su esposa que, unos 730 días más tarde, decidió aparcar su corazón para continuar siendo el alma a la sombra de Hitchcock.