Hedda Gabler: Long Live Rock & Roll

Momento de la representacion de Hedda Gabler

Admitámoslo: esto del teatro es todo puro engaño. Una de mis trampas favoritas es  la manipulación del público que consiste en darle a la obra un final tan lleno de fuerza que arranque los aplausos de la audiencia de sus propias entrañas. En Hedda Gabler, que hasta el 8 de abril se representa en el Teatro de la Abadía, la imagen final es tan potente que uno se siente obligado a aplaudir; si bien el público estuvo dividido entre la apoteosis y la diplomacia.

 

Me atrevo a decir que el motivo es que la obra “suena raro”. Conmovidos por un  salón a medio amueblar, y un Jörgen (Ernest Villegas) que descalzo repasa en su Mac las fotos de su luna de miel, los espectadores cuentan con una interpretación que les haga sentirse como en casa. Sin embargo, todos los personajes (salvo Pablo Derqui, que interpreta a Eljert Lovborg con una soberbia sutileza) tienen una cierta afectación al hablar, y automáticamente nos distancian (al estilo brechtiano) de su conflicto.

De cualquier modo, superado el extrañamiento inicial, uno se deja llevar por la energía de la propuesta de David Selvas, que en ocasiones parece más un video musical que un drama realista de Ibsen. El audiovisual está integrado en el montaje como en nuestras vidas (de forma inevitable); y la entrada en escena de Hedda (Laia Marull), es propia de una estrella del Rock. 
Momento de la representación

Desde ese momento, las broncas y la tensión se alternan con los silenciosMomento de la representación y la duplicidad de acciones (como en la realidad, lo importante siempre ocurre mientras alguien prepara los Gin-Tonics) y por mucho que Hedda sea una niña malcriada, es imposible no compadecer su vida – “qué liberación saber que alguien puede decidir su propio destino”.

Pero más allá del personaje de Laia Marull (que tiene destellos de máxima brillantez cuando piensa lo contrario a lo que dice); existe un personaje simbólico que, sin palabras, se comunica a gritos: sólo por la iluminación de Mingo Albir bien valdría pagar la entrada; su diseño de luces dota a la producción de momentos de una hermosura inconmensurable. Si a eso le sumamos el Feeling Good de Nina Simone, es imposible no aplaudir.

 

 

 
 

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