Un acontecimiento que marcó el fin de una década y el despertar a la realidad del ‘sueño americano’
Apenas quedan unos minutos para que el reloj dé la una de la madrugada del martes 3 de febrero de 1959. El cielo oscuro presagia tragedia y una ligera nevada cubre de un blanco manto el suelo, helando cualquier forma de vida en el Aeropuerto Municipal de Mason City, Iowa. Nieve hasta la cintura, temperaturas entre los 20 y los 36 grados centígrados bajo cero. El extremo clima invernal del medio oeste estadounidense provoca que parte de los integrantes de la gira Winter Dance Party quieran cambiar tierra por aire.
Un cartel de lujo, encabezado por Buddy Holly, había logrado reunir a las sensaciones del momento: J.P. Richardson, más conocido como The Big Bopper, el joven californiano Ritchie Valens y Dion DiMucci junto a su banda The Belmonts.
Charles Hardlin Holley, más conocido como Buddy Holly, procedente de Lubbock, Texas, empezó en el country, pero triunfó en el rock and roll. Amable y tranquilo, sonrisa de anuncio, el yerno perfecto que encandiló al mundo con su voz dulce y armoniosa y sus icónicas gafas de pasta. Ya había triunfado con The Crickets y ahora lo hacía en solitario, exprimiendo un talento innato para escribir grandes éxitos como: That’ll Be The Day, Peggy Sue, Rave On o Words of Love. Apenas tenía 22 años en 1959 y toda una carrera por delante.
La tortura de las giras
Durante las décadas de los 50 y los 60, las giras eran muy diferentes a lo que conocemos hoy en día. En la mayoría de los casos, la logística, la planificación y la financiación de éstas eran una tortura para aquellos artistas que trataban de ganarse la vida en la carretera. La gira Winter Dance Party no fue una excepción: un itinerario distribuido en zigzag, obligó a hacer más kilómetros de los necesarios, un viejo autobús con la calefacción averiada, la gripe acechando y Carl Bunch, baterista de Holly, ingresado en el hospital por congelación severa en los pies, son solo algunos de los obstáculos que formaron parte de la gira hasta el prematuro final del tour.
Aquella fría noche de febrero, tras el último concierto en Clear Lake, Buddy Holly, harto de los problemas que acarreaba el autobús, alquiló una pequeña avioneta para viajar hacia su próximo destino. Su intención era volar hasta Fargo, Dakota del Norte, y tener así un día más de descanso antes de su próximo show en Moorhead, Minnesota. Un avión con tres plazas. Richardson, que estaba pasando una gripe, pidió su sitio a Waylon Jennings, el bajista de la banda.
-“¡Espero que tu viejo autobús se congele!”- bromeó Holly al enterarse de que Jennings no subiría al avión.
-“¡Bueno, yo espero que tu viejo avión se estrelle!”- contestó Jennings siguiéndole la broma.
Jiles Perry ‘J. P.’ Richardson Jr. se hizo famoso como Big Bopper. Era el más viejo de los que subieron a ese avión. Original de Sabine, Texas, tenía 28 años y su hit, Chantilly Lace, fue la tercera canción más escuchada durante el año anterior. Corpulento y con aire socarrón, destacó como cantante y compositor tras una carrrera como DJ en la radio local de Beamont, Texas.
El tercero en subir a esa avioneta fue Ritchie Valens. El azar, por medio de una moneda lanzada al aire, decidió que el más joven de la expedición ocupara la última plaza para volar. Valens dejó de lado su miedo a los aviones y priorizó la posibilidad de descansar y recuperarse del resfriado que arrastraba. Tommy Allsup, guitarrista de la banda de Buddy Holly, perdió su asiento echándolo a cara o cruz con el californiano.
Ritchie Valens es el pseudónimo por el que se conoce a Richard Valenzuela, un joven de ascendencia mexicana y criado en Pacoima, un barrio ubicado al norte de Los Ángeles. Chico risueño y enérgico que apenas tenía 17 años cuando despegó aquel avión y que ya era conocido en todo el país tras triunfar con sus temas Come on, lets go, Donna o su archiconocida versión rockanrollera de La Bamba, una canción tradicional mexicana. Habían pasado nada más que ocho meses desde que Valens grabó su primer éxito y auguraba uno de los futuros más prometedores del Rock and Roll.
El fin de una época
Aquel vuelo nunca llegó a su destino, los tres músicos que se embarcaron en ese Beechcraft 35 Bonanza de 1947 perecieron estrellándose a menos de seis millas del lugar de despegue. Una fatídica noche en la que tres estrellas ocuparon su plaza en el firmamento de la música pop. Aquel día, tal y como dice la letra de American Pie compuesta por Don McLean, fue el día que murió la música. Murió una parte importante de esa primera ola de rock and roll inocente, desenfadada, vacilona, teenager, de letras simples y pegadizas y tupés imposibles impregnados en brillantina. Las Three Stars, de la canción homenaje que les dedicó Eddie Cochran, quien pronto los acompañaría estableciéndose en lo más alto, ajenos a lo que vino después.
Los años 50 impulsaron la importancia de los valores familiares tradicionales y la idealización del sueño americano. Sin embargo, llegaron los 60, marcados por un proceso de madurez social, las melenas hippies reclamando paz y amor se rebelaron contra sus predecesores, emancipándose de los valores que les habían llevado a aquella situación. La Guerra Fría fue más real que nunca con la tensión de los misiles de Cuba, el optimismo tras la elección de Kennedy se diluyó con su asesinato en Dallas y la sociedad estadounidense tuvo que afrontar realidades incómodas como el atraso en cuanto a los derechos civiles de la comunidad afroamericana. Aquella oscura madrugada de 1959 murieron algo más que tres músicos, murió el símbolo de la inocencia de una sociedad que apuraba el letargo de su adolescencia y que más tarde tendría que enfrentarse a las consecuencias de sus actos en los turbulentos años posteriores.