“Tienes los ojos rojos”, me dijo mi compañera. Levanté la vista de la pantalla y observé mi mirada en el espejo en miniatura que llevaba en el bolso. Era verdad. Era viernes por la tarde y llevaba trabajando toda la semana. Terminaba septiembre en Madrid y con él se iba el sol, las tardes largas, el tiempo libre y, para los más afortunados, las escapadas a la costa. El verano no era ya sino un vago recuerdo que parecía estar muy lejos. Tal vez por la añoranza de esas largas tardes me decidí por la obra que se representaba en el Teatro Abadía: Veraneantes.
Llegué al teatro, como casi siempre, con el tiempo justo. Cuando ocupé mi asiento la sala ya estaba llena. Las butacas, dispuestas alrededor de un cuadrado de madera que hacía las veces de escenario, estaban a unos pocos centímetros de los actores. Apenas había asimilado la original disposición de la sala cuando la megafonía anunció el comienzo de la obra y su duración: dos horas y media.
Los murmullos se sucedieron ante esta revelación. Confieso que me uní a ellos, pero no hizo falta siquiera llegar a la mitad de la función para disipar mis recelos. Fue entonces cuando deseé que los minutos pasaran lentos y que la representación transcurriera apaciblemente larga. De esta manera podría seguir admirando detenidamente un montaje que, a la salida, no pude menos que calificar de extraordinario.
Extraordinario no sólo por su duración; no sólo por la cercanía física entre público y actores; no sólo por la simpleza de su escenografía; tampoco por las canciones coreografiadas de frescura pegadiza que se intercalan en la obra; ni siquiera por un guión que combina a la perfección el humor con la reflexión y que dibuja unos personajes perfectamente definidos. Lo que verdaderamente hace que esta sea una obra fuera de lo común son las impecables interpretaciones y el clima íntimo que los once actores son capaces de crear.
Normalmente la presencia de muchos actores sobre un escenario es sinónimo de caos o dispersión, habiendo siempre algunos que llevan el peso de la trama y otros considerados secundarios. En Veraneantes sin embargo cada una de las interpretaciones merece la pena ser destacada por la naturalidad y autenticidad que los actores transmiten en todo momento y por cómo consiguen ganarse la empatía del público que se sumerge de lleno, como pocas veces ocurre, en la trama y en el espectáculo.
El argumento es el de unos amigos que pasan juntos las vacaciones. A excepción de Miriam, la criada, a ninguno de ellos la vida los trata demasiado mal. Son ricos y triunfadores y tienen todo lo que se considera necesario para llevar una vida fácil. Sin embargo, cada uno de ellos guarda dentro una insatisfacción y un conflicto diferente; un vacío que intentan llenar a través de las relaciones personales que se establecen entre ellos. Las risas, las frases a medio decir y las conversaciones más o menos banales ocultan el desgarro que terminará saliendo a la luz hacia el final de la obra.
En ese momento, pese a que notaba en mis pupilas esa sensación de sequedad que se siente tras mucho tiempo sin parpadear, no se si tenía los ojos rojos o no. Lo que sí sé que tenía rojo eran las palmas de las manos, desgastadas por un merecido aplauso, tan largo como una de esas apacibles tardes de verano.