Barcelona amaneció disfrazada de fiesta, pero la verdadera celebración comenzó cuando el Palau Sant Jordi se quedó a oscuras y Lady Gaga apareció entre destellos y respiraciones contenidas
Gaga irrumpió en escena como un relámpago gótico: traje rojizo, botas imposibles y una escenografía que parecía una mezcla entre rito espiritual y catedral pop. “Barcelona, I’ve missed you”, gritó. Y el público, unas 18 000 personas, muchas con pelucas rubias, plataformas y lágrimas ya en los ojos, respondió con un estruendo que hizo vibrar cada rincón del recinto.
El arranque con Bloody Mary fue casi una invocación: la mezcla perfecta entre oscuridad y sensualidad, con una coreografía precisa y un aura gótica que convertía el Sant Jordi en un ritual colectivo. La multitud la acompañó con una reverencia casi mística, como si aquella canción resucitada por nuevas generaciones fuese el himno ideal para una noche de Halloween.

Fuente: Paula Macías

Entre el espectáculo y la confesión
Hubo momentos de puro exceso de láseres, pantallas líquidas, un piano ardiendo, pero también pausas de una intimidad desconcertante. Sentada frente al teclado, Gaga interpretó Joanne con una emoción contenida que envolvió todo el Palau Sant Jordi. La dedicó a su abuela paterna, fallecida apenas una semana antes, recordando que la canción nació como un homenaje a su tía, que murió muy joven.
Su voz, quebrada y luminosa a la vez, hizo que el estadio entero guardara silencio. No era solo una balada: era una plegaria. Entre lágrimas y suspiros, se sintió como si Gaga abriera un puente invisible entre el dolor y la belleza, entre la pérdida y la celebración de lo vivido.
Después, habló brevemente sobre la familia, el duelo y la necesidad de seguir cantando incluso cuando duele. Y Barcelona la escuchó con respeto y ternura, como se escucha a alguien que, por un momento, se atreve a dejar caer la armadura.
El público como espejo
El concierto fue también un retrato del público que la adora: diverso, vibrante, libre. Cada persona parecía estar allí para reivindicar su propia rareza. Hubo lágrimas, abrazos entre desconocidos, pancartas con mensajes de gratitud. En cierto modo, el Sant Jordi se convirtió en una comunidad efímera donde nadie tenía que explicar quién era. Gaga solo necesitó una frase “This song is for my community queer in Barcelona” para que todo encajara.
El cierre: luz y cuerpo
El clímax llegó con Born This Way y Poker Face, una coreografía multitudinaria donde la cantante parecía fundirse con el público. Al despedirse, prometió volver pronto. No hubo bis predecible, sino un gesto sencillo: se quedó quieta unos segundos, mirando al público como quien intenta grabar un recuerdo en la piel. Luego desapareció.
Lo que queda después
Cuando las luces se encendieron, el aire olía a confeti, sudor y emoción. Afuera, en Montjuïc, miles de personas caminaban sin hablar demasiado, como si no quisieran romper el hechizo. Porque lo de Gaga no fue solo un concierto: fue una especie de misa contemporánea, un recordatorio de que el arte pop aún puede ser un lugar de comunión, catarsis y belleza.
Y mientras la ciudad volvía a su ritmo, una idea flotaba en el aire: no importa cuántas veces la hayamos visto reinventarse; Lady Gaga sigue siendo eso que el pop rara vez permite una artista que se atreve a sentir delante de todos y nos invita a hacer lo mismo.
