Vivimos en una sociedad de constantes cambios; una en la que todo se renueva y se nos queda obsoleto. Si empezamos a ver nuestra televisión demasiado cuadrada la cambiamos por otra alargada y más plana, si nuestro coche nos parece viejo y ya no corre lo suficiente elegimos otro más rápido y con mayor seguridad y si nuestro móvil sólo funciona como tal canjeamos nuestros puntos por otro sobrecargado de novedosas y tecnológicas tareas. Pero, ¿y si en vez de aburrirnos de nuestros aparatos lo hacemos de nuestras parejas?
Los personajes que llenan el escenario del Teatro Rialto con Sé infiel y no mires con quién tienen que resolver esta situación durante una hora y media de función. Los malentendidos, los secretos y las conjeturas precipitadas son las bazas con las que cuentan para hacerlo.
La idea prometía ser divertida y los quince millones de espectadores de la obra a nivel mundial avalaban la entrada. Sin embargo, el resultado no está al nivel de las expectativas. Los repetitivos golpes de humor, basados en la posición de superioridad de un espectador al corriente de todas las tramas, salpican el guión sin conseguir superar la barrera de la risa fácil. Además, la interpretación (exagerada) de un elenco de actores que casi nada tiene que ver con el cartel original cojea.
La función corre el riesgo de resultar tediosa. Aquellos que sean partidarios de un humor ligero quizás la encuentren entretenida; los que se aburran, siempre tienen la opción de cambiarla por otra con más prestaciones.