DESPLIEGUE FLAMENCO EN LA LATINA

Había pasado ya una semana desde que volví de mis mini-vacaciones en la Feria de abril. Sin embargo, el sonido de las palmas, los acordes de las guitarras y el zapateo de las sevillanas resonaban aún en mi cabeza con nostalgia. La vuelta a la rutina de la capital se me hacía más cuesta arriba que otras veces y, tal vez, esa fue la razón de que el viernes acudiese al teatro La latina en busca de algo de aquel arte flamenco que había dejado en el real de la feria. Y vaya si lo encontré.

 

Cambio de tercio prometía y es que Rojas y Rodríguez no celebran todos los días sus quince años como compañía del nuevo ballet flamenco. Tal ocasión bien merecía una celebración y en eso se convirtió la sala. En una fiesta en la que la única pena de los invitados era no poder unirse a los artistas que, sobre las tablas, demostraban la misma naturalidad que si estuviesen entre amigos en una caseta; sin que ello restara, eso sí, un ápice de maestría a sus actuaciones.

El escenario se fue iluminando progresivamente mientras Ángel Rojas y Carlos Rodríguez se iban vistiendo. Acompañados de cuatro bailarinas, entre arsas y olés, llenaban el teatro con su primera aparición. Lo hacían exhibiendo una coordinación y una técnica perfectas y cargando de fuerza cada gesto, cada movimiento y cada expresión.

Después apareció el coro; una caja, dos cantaoras, varias guitarras y un violín pusieron el ritmo a los diez cuadros en los que se dividió el espectáculo. Por primera vez, los músicos estuvieron integrados en las coreografías, elemento que cargó de espontaneidad al espectáculo permitiendo al público sumergirse más aún en el mismo.

Hundida en mi butaca me vi transportada a las sillas de plástico que ocupé en la feria de Sevilla la semana anterior. Abrí los ojos para no perder detalle de los giros de los abanicos de las bailarinas, del revuelo de sus faldas, del colorido de sus trajes, de los movimientos de sus batas de cola y de sus manejos del mantón. Cantiñas, sevillanas, fandangos, rumbas, bamberas, bulerías, tanguillos y seguidillas… si cada número era un despliegue para la vista lo era también para los oídos. Los cantes, la música de los instrumentos, el ritmo de las palmas, el sonido de los palillos y la fuerza del taconeo me pusieron, valga el tópico, los pelos de punta en más de una y de dos ocasiones.

La función tuvo el final que merecía: el público en pie, roto en aplausos y seducido por el duende de Rojas y Rodríguez que, con brillo en los ojos y respiraciones entrecortadas, saludaban orgullosos al auditorio. Yo, por mi parte, salí de la sala con mucha menos nostalgia de la que me acompañaba al principio. Al fin y al cabo tenía el flamenco y el arte de mi tierra mucho más cerca de lo que pensaba, y no descarto volver al teatro de La latina para corroborarlo.

 

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