El 27 de abril se celebró el Maratón de Madrid, que reunió a 45.000 participantes de 118 países. La Rock ‘n’ Roll Marathon Series, que forma parte del mayor circuito de running del mundo, incluye una carrera paralela de 10 km y una media maratón, lo que convierte a Madrid en una ciudad de calor deportivo.
El recorrido, amenizado por bandas en directo y por el público madrileño, partió del Paseo de la Castellana (entre Gregorio Marañón y la plaza de San Juan de la Cruz) y recorrió el estadio Santiago Bernabéu, la zona comercial de las Cuatro Torres, la Puerta del Sol, el Palacio Real, la Casa de Campo, el Río de Madrid y el museo del Prado, situado muy cerca de la meta, entre la plaza de Cibeles y la plaza de Colón.
Madrid, 27 de abril, 8.00 de la mañana, paseo de la Castellana, un comienzo de mañana fresco, aunque todo hace pensar que el día está en su apogeo. La temperatura matinal se calienta con todos los cuerpos reunidos para transpirar.
Si el running, como fenómeno social en sí mismo, es criticable, también es bueno compartir lo que la concretización de semanas de preparación hace aflorar en nuestros pares.
Miles de personas (45.000) se reunieron para correr, a pesar de que correr ya no es un instinto de supervivencia. Si hace millones de años la capacidad de correr formaba parte de la selección natural, ahora ya no nos persiguen los depredadores.
Vivimos en un mundo pacificado, en el que ya no tenemos que correr por nuestra seguridad, y el cerebro no parece haberse adaptado. Al mismo tiempo, en medio de toda la hostilidad del mundo contemporáneo, correr es una vía de escape de la violencia cotidiana. Seguimos corriendo cuando deberíamos ir más despacio. ¿Qué disciplina ilustra de forma tan acertada la embriaguez de la sociedad actual?
En la línea de salida, tantas personas como fragmentos de humanidad que, sin la carrera que les espera, nunca se habrían encontrado. Los atletas, por muy eclécticos que sean, se unen, formando una única corriente humana, aunque esta corriente nunca habría convergido de no ser por el dorsal y la equipación deportiva.
En realidad, la carrera había empezado el día anterior. En el pabellón preparado para el evento (IFEMA), la multitud se mezcla y se confunde. Los participantes, con sus mil perfiles, en sus ropas urbanas, se hacían vulnerables. El uniforme deportivo, en cambio, une, congrega a la gente y carga de carisma a su propietario, incluso a quienes insisten en apoderarse de la última moda para seguir desmarcándose (expresión paradójica cuando se trata, en este contexto, de apoderarse de las mejores marcas).
La carrera, tan de moda como ingrata, no está exenta de cierto sadismo. El entrenamiento es largo y carente de diversión, el progreso lento y con escaso potencial de mejora. Sin embargo, millones de personas se inscriben en las carreras y se atribuyen el título de «atleta» en cuanto consiguen su dorsal.
El «Wall of fame», una pared en la que figuran los 45.000 participantes en las pruebas, trasciende la vida ordinaria con la intensa sorpresa de encontrar el nombre propio entre los demás atletas inscritos. La búsqueda de reconocimiento nunca desaparecerá, tanto más cuando cada vez es más difícil obtenerlo en una época en la que la degradación prevalece sobre la valorización. Esta microgratificación es humana y muy sana. Cuando el entorno exterior no basta para satisfacer cierto orgullo, es honroso buscarlo a través de una actividad paralela. Al fin y al cabo, ¿no son las «carreras» la primera competición a la que se han suscrito los niños?
Los corredores arrancan y lanzan sus piernas en un primer tramo improvisado, para acabar coordinándose unos kilómetros más tarde, sin saber ya si el esfuerzo es individual o impulsado por un ritmo sincronizado. Después de esos mismos kilómetros, los vínculos se forjan a través de una comunicación limitada: mensajes codificados que sólo los corredores saben perfectamente utilizar. Ya es imposible abandonar.
El running es un deporte de moda muy accesible, pero son las paradojas las que lo hacen tan hechizante. Aparentemente sanos y moderados, los corredores buscan en realidad excitación e intensidad. Lejos de los vídeos en las redes sociales de la «carrera mañanera» acompañada del desayuno perfecto, la carrera está jalonada por latas de Monster y conciertos de rock desenfrenados.
Por muy rápido y descuidado que parezca correr, la acumulación de kilómetros es un momento privilegiado para tomar conciencia de las sensaciones. Al no tener tiempo para cuestionar su cuerpo y sus capacidades, poder no hacer otra cosa que contemplar, competir durante 21.097 o 42.195 km es un pretexto para ralentizar el ritmo frenético de nuestras existencias.
Y entonces, unas horas más tarde, no quedaba ni rastro del acontecimiento que había reunido a miles de personas. La vida se reanudó, los coches circulaban, algunas personas llevaban medallas… pero solo quedaba el vacío de las secuelas.