Parece que este año están de moda las películas de época: primero fue La chica danesa ambientada en los años 20, luego Carol en los 50 y, ahora, la historia sucede en la misma década, pero en Brooklyn. Y, a pesar de todo, parece que ninguna termina de cuajar.
Nick Hornby, el británico que removió nuestras emociones a través de la música en la tragicómica Alta fidelidad, ha sido el encargado de adaptar la novela de Colm Tóibín, Brooklyn (2009), a la gran pantalla, que se estrena el 26 de febrero en los cines españoles y que ha sido nominada a tres premios Oscar: mejor película, mejor guión adaptado y mejor actriz.
La historia trata sobre Eilis (Saroise Ronan), una chica irlandesa que emprende un viaje al Nuevo Mundo en busca de una vida mejor, dejando atrás a su familia y a sus amigos. Allí, en Brooklyn, vivirá en una residencia de chicas, continuará con sus estudios y encontrará el amor en un atractivo italoamericano interpretado por Emory Cohen (el amor, el amor…).
Lo cierto es que, teniendo en cuenta la competencia, es altamente improbable que la cinta de John Crowley (Circuito cerrado, Boy A) consiga el Oscar, aunque tal vez la Academia quiera volver a jugarle una mala pasada a DiCaprio no premiando a Iñárritu, quién sabe. Pero sí podemos entender la nominación, al menos, de Saoirse Ronan en el papel protagonista que, con apenas unas pocas palabras y esos profundos ojos azules, nos hace viajar desde la nostalgia de alguien que deja su vida atrás hasta la alegría de quien, por fin, encuentra su lugar.
Brooklyn no puede entenderse, en realidad, como una película sobre la emigración (o inmigración, depende de por dónde se mire) que ha contribuido a construir la América que conocemos, aunque observemos escasas pinceladas. Tampoco se trata de una historia de amor convencional en una época convulsa, rodeada de la diversidad cultural del momento, a pesar de que en la trama prima la idea de que el amor está por encima de cualquier cosa. Da la sensación de que ni Hornby ni Crowley han sabido explotar al máximo el potencial de esta película y se han quedado en el camino, en lo superficial. El título podría haber sido ‘Dusseldorf’ y habría tenido el mismo impacto.
En fin, que en Brooklyn la época es lo de menos. La historia de los inmigrantes queda bastante mal reflejada: a cualquiera podría parecerle que fue algo tan fácil como pasar un par de días de mareos en un barco, sonreír en la aduana y llegar a trabajar, cuando la realidad fue mucho más dura.
Sin embargo, algo que hay que aplaudir especialmente es al trabajo de maquillaje, peluquería y vestuario que, sin destacar demasiado ni caer en la artificiosidad, representan un complejo contexto y unos personajes que reflejan ese cambio interior (y exterior) que experimenta Eilis cuando llega a Estados Unidos.
La película se deja ver, algo que se agradece después de las insufribles dos horas de Carol, pero hay que reconocer que no supera la exquisita escenografía de Edward Lachman ni el seductor juego de miradas de Blanchett y Mara. Tampoco destaca la banda sonora, a cargo de Michael Brook, aunque consigue mimetizarse dulcemente con la trama.
La narración transcurre entre contrastes: el paisaje frío y rural de Irlanda frente al glamour de una ciudad como Nueva York; el pasado y la familia frente al futuro lejos de ella. Si hay algo con lo que uno puede sentirse identificado es con esa mezcla de nostalgia, miedo y rechazo que experimenta quien pasa largas temporadas fuera del hogar y cómo, cuando regresa, siente que todo y nada ha cambiado. Sin quererlo, se ve envuelto de nuevo en la rutina de la que había salido: su madre le consigue un trabajo, un novio y solo había ido por ‘tuppers’.
En definitiva, nos quedamos, sobre todo, con la fantástica Ronan: la evolución de la protagonista, que pasa de una chica tímida que recibe consejo en alta mar a ser la chica confiada que los da, es de lo mejor del film. Tal vez no sea una película de Oscar, pero algo tiene.
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