En unas horas termina 2014, y es el momento de echar la vista atrás. Este año ha dejado a su paso huecos insustituibles en la literatura española e hispanoamericana. Desde Cultura Joven ya os hemos ofrecido obituarios de algunos de ellos, pero hoy vamos a ir más allá de la típica biografía y os dejamos con sus textos, con la parte más representativa y eterna de ellos. Disfrutadlo:
Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927 – México, D. F., abril de 2014)
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.
Cien años de soledad, 1967.
Ana María Moix (Barcelona, 1947 – ibíd., febrero de 2014)
Andando el tiempo
Andando el tiempo se verán las caras, esos que gritan por las esquinas viva la revolución.
Degeneramos, compañeros. Preguntad al mozo de telégrafos si le gusta la historia de Rossy Brown.
Rossy partió bajo la luna, una noche de fiesta en casa de Míster Brown.
Un caballero la envolvió en su capa y a sus sueños la llevó.
Regresó luego, triste y perdida, y a los pies de la mamá sollozó:
Yo no sabía qué me decía aquella noche, verbena de San Juan,
cuando dije estoy cansada y tengo sueño, mañana ya os veré.
Tengo una herida y un hijo muerto. Sólo su capa Jim me dejó. Era
mi dueño, y aunque l0 digan, Jim nunca fue salteador.
Lo saben Rossy y la cocinera que en el ajo estuvo en la ocasión:
Jim vuelve siempre. De madrugada su canción canta a las muchachas
de negros ojos y dulce voz:
Un amor tiene cualquiera
pero Dulce Jim, no
Y es que el mozo de telégrafos está enamorado, y no sabe qué hacer
para que la hija de la portera entienda que no es muchacho del montón.
Baladas del dulce Jim, 1969
Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923 – Baracaldo, Vizcaya, octubre de 2014)
Aquella madrugada de Junio había niebla y el timonel se durmió, por eso encallamos en La Galea. No se puede perder de vista a la gente cuando uno es responsable de un barco como el César por ser su capitán. Mi propio padre admitió su culpa por no haber sabido entregarme una tripulación como Dios manda. «Te he dado un buen barco y he hecho de ti un buen capitán, pero se me olvidó advertirte que regaras tus órdenes con tacos de los más gordos», me dijo. Si yo, al retirarme por la noche del puente, hubiera soltado al timonel alguna blasfemia, no se habría descuidado y no habríamos encallado, porque mi palabrota lo habría puesto derecho como una vela durante toda su guardia. «Pero yo no sé blasfemar ni…», le dije a aita. «¡ Pues aprende! ¿No os enseñan eso en la Escuela de Náutica? Habrás de aprender por tu cuenta. Y pronto», me dijo. «Es que yo nunca…», le dije. «Ya ves lo que ha sucedido por no…»,me dijo. «No podré», le dije. «¡Arráncate a tu madre del todo y podrás! ¿No quieres ser un hombre, no quieres ser un cazador sin miedo, no quieres ser un capitán con cojones? Algunos creen que los barcos andan con carbón, pero andan con tacos de los gordos», me dijo. Luego me miró largamente moviendo la cabeza, suspiró y gruñó: «¡Qué calamidad!»
Verdes valles, colinas rojas. La tierra convulsa, 2004
José Emilio Pacheco (México, D.F., 1939 – ibíd., enero de 2014)
la nieve vino a despedirme.
Pintó de Brueghel los árboles.
Hizo dibujo de Hosukai el campo sombrío.
La nieve que para mí es la diosa, la novia,
Astarté, Diana, la eterna muchacha,
para otros es la enemiga, la bruja, la condenable a la hoguera.
Estorba sus labores y sus ganancias.
La odian por verla tanto y haber crecido con ella.
La relacionan con el sudario y la muerte.
A mis ojos en cambio es la joven vida, la Diosa Blanca
que abre los brazos y nos envuelve por un segundo y se marcha.
Le digo adiós, hasta luego, espero volver a verte algún día.
Adiós, espuma del aire, isla que dura un instante.
Mercedes Salisachs (Barcelona, 1916 – ibíd., mayo de 2014)
Félix Grande (Mérida, Badajoz, 1937 – Madrid, enero de 2014)
observas a menudo esa calle donde está la escalera
que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro
se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota
la mitad de su edad; fuma y se asoma
hacia la calle desviada; soríe solitario
a este lado de la ventana, la famosa frontera.
Tú eres ese hombre; una hora larga llevas
viendo tus propios movimientos
pensando desde fuera, con piedad,
las ideas que en el papel pacientemente depositas;
escribiendo, como fin de una estrofa,
que es muy penoso ser, así, dos veces,
el pensarse pensando,
la vorágine sinuosa de mirar la mirada,
como un juego de niños que tortura, paraliza, envejece.
La tarde, casi enferma de tan lejana,
se sumerge en la noche
como un cuerpo harto ya de fatiga, en el mar, dulcemente.
Cruzan aves aisladas el espacio de color indeciso
y, allá al final, algunos caminantes pausados
se dejan agostar por la distancia; entonces
el paisaje parece un tapiz misterioso y sombrío.
Y comprendes, despacio, sin angustia,
que esta tarde no tienes realidad, pues a veces
la vida se coagula y se interrumpe, y nada entonces
puedes hacer contra ello, más que sufrir un sufrimiento,
desorientado y perezoso, una manera de dolor marchito,
y recordar, prolijamente,
algunos muertos que fueron desdichados.
Poesía completa (1958-1984), 1986
Ana María Matute (Barcelona, 1925 – ibíd., junio de 2014)
Los arcos de la logia recortaban la bruma de un cielo apenas iluminado por la luz naciente tras las montañas, donde aún dormían los carboneros. Borja tiró el cigarrillo al suelo y fuimos el uno hacia el otro, como empujados, y nos abrazamos. Él empezó a llorar, a llorar ¿cómo se puede llorar de esa forma? Pero yo no podía (era un castigo, porque él siempre aborreció a Manuel. Pero yo ¿acaso no le amaba?). Estaba rígida, helada, apretándole contra mí. Sentí sus lágrimas, cayéndome cuello abajo, metiéndose por el pijama. Miré al jardín y detrás de los cerezos descubrí la higuera, que, a aquella luz, parecía blanca. Allí estaba el gallo de Son Major, con sus coléricos ojos, como dos botones de fuego. Alzado y resplandeciente como un puñado de cal, y gritando (amanecía) su horrible y estridente canto, que clamaba, quizá (qué sé yo) por alguna misteriosa causa perdida.
Primera memoria, 1959
unidos por la muerte: torturados aún por
fantasmas que dejamos con torpeza
arañarnos el cuerpo y luchar por los despojos
del sudario, pero ambos muertos, y seguros
de nuestra muerte; dejando al espectro proseguir en vano
con el turbio negocio de los datos: mudo,
el cuerpo, ese impostor en el retrato, y los dos siguiendo
ese otro juego del alma que ya a nada responde,
que lucha con su sombra en el espejo-solos,
caídos frente a él y viendo
detrás del cristal la vida como lluvia, tras del cristal asombrados
por los demás, por aquellos Vous etes combien? que nos sobreviven
y dicen conocernos, y nos llaman
por nuestro nombre grotesco, ¡ah el sórdido, el
viscoso templo de lo humano!
Y sin embargo
solos los dos, y unidos por el frío
que apenas roza brillante envoltura
solos los dos en esta pausa
eterna del tiempo que nada sabe ni quiere, pero dura
como la piedra, solos los dos, y amándonos
sobre el lecho de la pausa, como se aman
los muertos
«amó», dijiste, autorizado por la muerte
porque sabías de ti como de una tercera persona
bebió dijiste, porque Dios estaba (Pound dixit)
en tu vaso de whiski
amo bebió, dijiste, pero ahora espera
¿espera? y en efecto la resurrección
desde un cristal inválido te avisa
que con armas nuestra muerte florece
para ti que sólo
sabías de la muerte. Aquí
¿debajo o por encima?
de esta piedra
tú que doraste la sobrenatural dureza y el
dolor sobrenatural de los edificios desnudos
¿en qué perspectiva
dime acoger la muerte?
en la mesa de disección
tú que danzaste
enloquecido en la plaza desierta
tropezando
hiriéndote las manos en el trapecio del silencio
en pie contra las hojas muertas que
se adherían a tu cuerpo, y contra la hiedra que tapaba
obsesivamente tu boca hinchada de borracho,
danzas, danzaste
sin espacio, caído, pero
no quiero errar en la mitología
de ese nombre del padre que a todos nos falta,
porque somos tan sólo hermanos de una invasión de lo imposible
y tus pasos repiten el eco de los míos en un largo
corredor donde
retrocedo infatigable, sin
jamás moverme
¡ah los hermanos, los hermanos invisibles que florecen,
en el Terror! ¡Ah los hermanos, los hermanos que se defienden
inútilmente de la luz del mundo con las manos,
que se guardan del mundo por el Miedo, y cultivan en la sombra
de su huerto nefasto la amenaza de lo eterno, en
el ruin mundo de los vivos! ¡Ah los hermanos,
Y el ave,
el ave que vuela sobre el mundo en llamas, diciendo solo
a los mortales que se agitan debajo, diciendo
solo: ABISMO, ABISMO!
Abismo, sí, tibia guarida
de nuestro amor de hermanos, padre.
¡Pero tan solos!
¡Tan solos! Fantasmas que hace visible la hiedra
como hiedramerlín como niñadecabezacortada como
mujermurciélago la niña que ya es árbol
crecen hojas
en la foto, y un florecer te arranca
de los labios caníbales de nuestra madre Muerte, madre
de nuestro rezo
florecen los muertos florecen
unidos acaso por el sudor helado
muerto de muchas cabezas hambrientas de los vivos
te esperamos ave, ave nacida
de la cabeza que explotó al crepúsculo
ave dibujada en la piedra y llena
de lo posible de la dulzura, de su sabor
ajeno que es más que la vida, de su crueldad
que es más que la vida
¡ira
de la piedra, ira que a la realidad insulta,
que apalea
a la cabaña torpe de la mentira con verbos
que no son, resplandecen, ira
suprema de lo mudo!
(te esperamos
en la delgada orilla de lo que cae, en el prado
nocturno que atraviesan lentos
los elefantes
percibís el frío
la
conspiración de las algas,
gelatina, escamas, mano
que sobresale de la tumba
manos que surgen de la tierra como tallos
surcos arados por la muerte,
cabezas de ahorcados que echan flor:
decapitados que dialogan
a la luz decreciente de las velas,
¡oh quién nos traerá la rima
la música, el sonido que rompa la campana
de la asfixia, y el cristal borroso
de lo posible, la música del beso!
De ese beso, final, padre, en que desaparezcan
de un soplo nuestras sombras, para
asidos de ese metro imposible y feroz, quedarnos
a salvo de los hombres para siempre,
solos yo y tú, mi amada,
aquí, bajo esta piedra.
Poesía 1970-1985, 1986
Josep María Castellet (Barcelona, 1926 – ibíd., enero de 2014)
como un amo implacable
me obliga a trabajar de día, de noche,
con dolor, con amor,
bajo la lluvia, en la catástrofe,
cuando se abren los brazos de la ternura o del alma,
cuando la enfermedad hunde las manos.
A este oficio me obligan los dolores ajenos,
las lágrimas, los pañuelos saludadores,
las promesas en medio del otoño o del fuego,
los besos del encuentro, los besos del adiós,
todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.
rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.
Violín y otras cuestiones, 1956