Tras comprobar cómo el pantalón de camuflaje se liberaba de unas ajustadas botas, mi mirada recorrió de abajo a arriba el contorno de un fusil hasta posarse en el aceitunado rostro que, bajo una boina negra, se hallaba por encima de la boca de fuego. Firme, apretada, infranqueable.., así se erguía la expresión de ese guardia de seguridad que con celo vigilaba junto a otros tantos, la llegada de los viajeros al aeropuerto de Luxor.
Cuatro años.., cuatro.., casi un lustro ha ya desde que la huella de mi pie dejase su silueta efímeramente marcada en suelo egipcio. Suelo con olor cetrino. A fogata. A loto. Suelo silencioso bajo las pisadas de esa mujer enlutada que bajo una lacrimosa túnica caminaba junto a una hilera de desvaídas viviendas de adobe. Desdibujadas, blandas, terrosas.., como el color de la arena que tras la maleza, a los flancos del Nilo, iba a escoltar mi crucero a lo largo del mismo.
El destartalado y angosto autobús avanzaba. Despacio. Con sigilo. Como lo haría la embarcación en la que en poco tiempo fletaría para iniciar mi aventura por el sendero de los faraones, por el sendero de los nenúfares, por el sendero del Más Allá…
Los zumbidos del agua me angustiaban. Azotaban la piel de mi camarote con la solemnidad de un tañido lento y constante de tambor. Con el clamor húmedo con el que las ondas del agua dibujaban sobre el pequeño óculo el perfil del río sobre mis ojos. Los mismos que quedaron colgados en un ensueño eterno cuando llegó la noche y el destello coloreado de los poblados, se reflejaba en el agua perfilando la silueta de una constelación celeste acariciando la ribera del río. Palpitante. Bullente. Vital.
Y llegó la aurora… Y los primeros rayos del sol comenzaron a emerger.., y los silbidos de las bocinas de los barcos comenzaron a dialogar.., encadenándose, persiguiéndose, encontrándose… Componiendo, junto al ininteligible balbuceo que emergía de los alminares, las notas del recuerdo… Del sueño real en el que un sol abrasador cobijaba cada una de las visitas, recortando sobre calzadas de esfinges y terrazas excavadas el perfil de la curiosidad, de la novedad, de la expectación…
Los templos de Karnak y Luxor conformaron las primeras: Imponentes y monumentales.., como aquellos obeliscos que, frente a pilonos afrontados, recibían al visitante. Laberínticos y misteriosos.., como aquel templo de Hatshepsut que, frente a la antigua ciudad de Tebas, en Deir el Bahari, levantó a comienzos del siglo XV A. C el arquitecto Senmut, y que visitamos en nuestro trayecto hacia el valle de los faraones. Hacia el Valle de los Reyes.
Habían pasado dos días y ya ascendíamos por ese escarpado valle.., por esa garganta entre montículos de arena y piedra caliza que camuflaban los hipogeos de los difuntos, su letargo en el viaje al Más allá… El paisaje desbordaba, abrumaba, asustaba.., pero las manos verdosas de un súbdito de Alá postrado en lo más alto de una duna se recortaban taciturnas y espirituales sobre el cielo. Las miraba una, otra vez, otra.., no era capaz de apartar los ojos de ellas… Tampoco de la oscura túnica que las portaba ni de la concentrada expresión que por encima de ella se recogía en una mística y profunda letanía.
Y Nasser nos recogió. Pero algo se escuchaba. Los graznidos de los colosos de Amenofis III, como sirenas endiabladas, nos llamaban, nos seducían, nos citaban. Nos arrastraban e hicimos un alto en el camino. Y allí estaban. Inmóviles, erosionados y desfigurados por el tiempo.., asistidos por andamiajes pero implacables.., siempre implacables, los Colosos de Memnón. Y “Yo topé con un viajero de un país antiguo que dijo: Dos enormes piernas de piedra sin el tronco, están de pie en el desierto… Cerca, en la arena, medio hundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño y crispados labios, y gesto de frío mando, dicen que el escultor bien leía aquellas pasiones que perduran, a pesar de todo, estampadas en estas cosas inertes. En derredor, despojos de aquel colosal naufragio; sin confines y desnudas, las solas y monótonas arenas se extienden a lo lejos” (Shelley, Ozymandias, 1817).
Plomizas, infinitas y eternas.., las mismas arenas flanqueaban a unos doscientos treinta kilómetros de Asuan cuatro colosos más. Los de Ramsés II, guardianes del hemispeo que el faraón levantó en la ribera Occidental del Lago Nasser hacia el 1274 A. C, y en cuyas oscuras y profundas salas pudimos penetrar al día siguiente: Los Templos de Abbu Simbel.
Volvimos.., y tras un pesado y polvoriento trayecto en autobús y digerir unos cuantos alimentos espoleados con especias, iniciamos en una humilde barquichuela un pausado y placentero paseo por los intrincados ramales del Nilo. Mujeres enlutadas con brazos en jarra y barreños en la cabeza caminaban a la orilla, pero dos luceros cegaron rápidamente mi mirada.., los del rostro de un niño que, desde una abocetada canoa, agarró con sus manos el extremo de nuestra barcaza para desafiarnos juguetonamente. Atrevidos, penetrantes.., aún hoy soy capaz de describir esos ojos… También los de aquellos niños que, descalzos y cubiertos de harapos, nos lanzaban miradas suplicantes en aquel poblado del desierto de Nubia, en el que viviendas pintadas de azul y calles sin asfaltar, pusieron fin a un tortuoso viaje en camello.
Retornamos. El sol comenzaba a descender y la luz del mismo tornaba de color naranja el azul verdoso del agua. Cristalino, especular… Dos oriundos de raza negra con timbales y ritmos africanos animaban sobre la barcaza la llegada de la noche… También la del final del crucero…
Y llegó. Y nos apeamos de la embarcación para volar. Y volamos hacia la ciudad de las babuchas, hacia la ciudad de las cachimbas, hacia la ciudad de los espejos… Palpitaba… La vida rebosaba en el Cairo. Y lo hacía con la densidad de un movimiento humano incesante, agobiado, asfixiante… Vehículos destartalados se atropellaban, avanzaban sin cese, sin orden,.. dibujando el mapa de una ciudad caótica y ruidosa.., irrespirable, cargada… Mi inseguridad crecía, pero no dejábamos de avanzar. Buscábamos una mezquita, pero un niño apuntando a un pájaro con un arma de fuego hizo que cediese mi interés. Sólo deseaba volver. Refugiarme en lugar seguro. Pero nada. Nada lo era en aquella ciudad, en la que una densa nube de arena impedía ver lo que había más allá de unos cuantos pasos. Tampoco en el interior del Halili, donde al caer la noche, entre angostos pasadizos y cargadas estancias revestidas de espejos, se respiraba un ambiente embriagado, ahumado, delirante… Un ambiente que hizo crecer en mí una angustiosa fatiga que tampoco se disipó a la mañana siguiente cuando, en medio de una tormenta de arena cada vez más intensa, en Giza, sólo atinábamos a discernir lánguida y tenuemente la silueta de las pirámides recortándose sobre el cielo.
El viento soplaba fuerte. La arena cegaba los ojos. Pero el bosque de lámparas que inundaba el haram de la Mezquita de Alabastro, poniendo fin al viaje, iluminaban la piel de una ciudad oprimida entre los diques de una tormenta de arena, pero también entre las escolleras de un olor incendiado, del olor de las armas de fuego, del olor de la pólvora quemada…