¿Cuáles son dos de las primeras palabras que salen de nuestra minuciosa boca meses después de nacer? Mamá. Papá. Que se te muera uno de ellos, no debe de ser fácil, pero que lo hagan los dos, me imagino será demoledor, aunque seas una criatura como Frida, la protagonista de Verano 1993 (Estiu 1993). Seis años y huérfana. Y la incomprensión de las personas que le rodean. Porque todos hemos sido niños, pero no todos hemos perdido a nuestros padres, y mucho menos en esos años de vida. Con esa edad, puede que todavía no conozcamos la rutina, pero sí tenemos unos hábitos y empezamos a tener consciencia de ciertas cosas. Una de ellas, la ausencia.
Por suerte, yo no conozco esa experiencia. Carla Simón, sí. Y lo ha querido plasmar en su primera película, donde se desnuda emocionalmente. La directora catalana, a través de recuerdos, fotos y entrevistas con sus familiares, ha sacado a la luz una parte de su vida. En perspectiva, seguramente más dura de lo que ella recordaba. El verano de 1993 de Frida fue como el de Carla Simón. Después de que sus dos progenitores falleciesen a causa del Sida, tuvo que abandonar su hogar en Barcelona para trasladarse a vivir con sus tíos al pueblo.
Con 30 años, Carla Simón, que hasta ahora solo había dirigido algún corto de ficción y documental, ha conseguido hacer, con pocos recursos, de Verano 1993 su ópera prima. Muy bella. Así se lo han querido reconocer académicos de cine de todo el mundo. Primero, fue preseleccionada para los premios Óscar a la mejor película en lengua no inglesa y premiada en el Festival de Berlín. Ahora, se postula como una de las grandes favoritas a los premios del cine español, los Goya, con ocho nominaciones incluyendo mejor película y director novel. Y el nivel es alto este curso.
Como decía, Frida es el reflejo de Carla Simón, y Laia Artigas, su pupila. Qué prodigio de interpretación, y qué chorrada que, por cuestiones de edad, no haya podido ser nominada al Goya, porque se lo llevaría seguro. Todo lo trasmite con la cara, sus gestos, la potencia de la mirada, intensísima. También, más que con palabras, a través de sus actos. Por un lado, la ternura y el encanto. Por el otro, la pillería, la rebeldía, la inconsciencia, los celos. En definitiva, la desolación. Es casi imposible no empatizar con ella. Apenas cabe el diálogo entre Artigas y Paula Robles, la segunda niña que acompaña en armonía a la protagonista, porque Verano 1993 es también un retrato de la infancia, un mundo de observación. Bruna Cusí y David Verdaguer son sus tíos en la ficción, y dan resultado.
Verano 1993 es la prueba de que hay heridas que no sanan, o a veces tardan en hacerlo más de lo esperado. Depende también del momento, claro. Pueden ser lesiones producidas por puñales, como es este caso, o por pequeños alfileres que, a veces, son difíciles de encontrar y, aún más, deshacerse de ellos. Habla también de la soledad, ya que, en ocasiones, nos sentimos muy abandonados, sobre todo cuando somos pequeños. La película creo que todavía me ha gustado más ahora que escribo esto. Bien por el cine español.