TARTINI Y EL DIABLO

Retrato de Giuseppe Tartini

«EL ESPÍRITU- Te esfuerzas en invocarme; quieres oír mi voz y contemplar mi rostro; cedo a la invocación poderosa de tu alma, llego aquí, y un terror miserable se apodera de tu naturaleza sobrehumana. ¿Dónde está, pues, la invocación de tu alma, dónde el seno que se creaba un mundo, que a su antojo dirigía y fecundaba, y que en sus transportes de gozo se enorgullecía hasta ponerse a nivel de los espíritus?»  (Fausto I . Primera Parte, acto único. Johann Wolfgang Von Goethe.)

En Piran, una pequeña localidad de Eslovenia, nació Giuseppe Tartini. El oído derecho se le hubo de abrir, repentinamente, con el largo resoplido de su madre; el izquierdo, pausadamente, fue anegándose con el tono undoso del Mar Adriático. Es de suponer que creció, antes de obtener el grado de maestría en el arte de la esgrima por la Universidad de Padua. Tendría que morir su padre, para que Tartini abandonara los estudios de sacerdote y se uniera en matrimonio con Elisabetta Premazore (se nos antoja  morena y vital, de labios en flor y pechos mediterráneos). Sin embargo, la joven no pasó desapercibida para el Cardenal Cornaro, quien acusó a Tartini de abducción. Refugiado en el convento de San Francisco en Asís (no lo hay más hermoso en el mundo), empezó a tocar el violín.

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Su obra más escuchada será El Trino del Diablo de la que él mismo escribía: «Una noche, en 1713, soñé que había hecho un pacto con el Diablo y estaba a mis órdenes.[…] Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín y lo desafié a que tocara […] Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca antes había oído. […] una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que recién había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es la mejor que jamás he escrito y aún la llamo La sonata del Diablo, pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre…»

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Quizás (y sólo quizás) la habilidad del mismísimo Diablo sea inalcanzable para el hombre. Pocas son las ocasiones en que a alguien le es dado el aproximarse tanto a lo sobrenatural como para entornar los ojos y quemarse. En raras ocasiones el compositor parece responder a una verdadera iluminación ajena y superior a él; pero cuando lo consigue… cuando lo consigue trasciende el instrumento que tirita en sus manos o desarbola el negro férreo del pentagrama. Cuando algo así suena, cualquier cosa a su alrededor se mustia y oscurece. La música se convierte en un monstruo alargado, humanoide y negro que danza. Te das cuenta, entonces, de que alguien sabe algo que tú ignoras por completo, aunque, eso sí, puedes olerlo y verlo danzar. Si esto no fuera más que una torpe imitación de lo que el Diablo es capaz, cuesta concebir hasta dónde llegará el propio Ángel Caído, porque el talento no es pecado, pero se le parece asombrosamente.

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