72 horas después de salir por la puerta del Búho Real, ese barco de ventanas postizas y ojos de nocturnidad, aún sigo cuestionándome si el concierto que presencié el jueves por la noche me gustó, no me gustó, me horrorizó, me divirtió o me cautivó por completo.Lo que tengo claro es que Patricio B no te deja indiferente. Y eso, hoy en día, ya es un plus. De lo que sí estoy segura es de las pocas ganas con las que iba. Porque tras una primera escucha al disco de este vasco afincado en Madrid, El beso (Warner Music, 2011), confieso que me no terminó de convencerme y tuve que ir cuasi obligada con compromiso de amistad a una morena que me juraba que el cantante en cuestión le había escrito una canción; ‘Elizabeth tururú’, y claro, ante esta revelación, nada puedes hacer.
Serían las 21,30 cuando entramos en el búho mientras yo, juraba que no escribiría de alguien que no me gustaba, y mi Elizabeth, me sentaba en primera fila. Minutos mas tarde, sonaban los primeros acordes de ‘7 errores’ invitándonos a dormir con besos muertos y dándole forma de canción a esa sensación de yo te quiero mas que tú a mí hasta que estamos en la cama. Y no en la cama, pero si en el escenario, a este niño bien de Bilbao se le veía acompañado y arropado. Acompañado de su teclado y su guitarra, bien cerquita para poder pillar uno u otro según lo solicitaran las palabras y los acordes. Y arropado por su batería gaditano, el cual tenía un innegable parecido a Juan Tamariz con chistera y gafas incluidas aunque con unos kilos de más. Patricio sonada a Nacho Vegas con sus letras simples, carentes de sentido y con exceso de sentimentalismo fácil y a un Ross Geller con su teclado, emitiendo, al igual que las canciones de Patricio, una buena dosis de surrealismo a través de risas de mujer mayor, ruidos de puertas y turbulencias.
Sin embargo, después de tres o cuatro canciones y 15 o 20 minutos de clímax surrealista, y cuando pensaba que todo iba a quedarse ahí, algo paso en el escenario. La batería le cedió el sitio a un violín que apareció en escena dulcificando y dando sabor a unos besos que hasta el momento habían pasado con más pena que gloria. Y entre güisqui seco y güisqui doble con hielo, nuestro vasco se soltó la melena y nuestra noche, contra todo pronóstico, optó por el camino de la locura sublime. Sus letras cobraron ritmo, sus palabras se convirtieron en frases acidas de risa incontenible y nos poseyó el espíritu de John Cobra, sí, el de Puerto Sagunto, lugar donde grabaron parte del disco, y el del momento karaoke. Y es que, con este clima, hasta Brasil vino a vernos y consiguió movernos de la pachorra de nuestro asiento al ritmo de un improvisado ‘la chica caramelo es Sara Carbonero y su novio es portero’. Hasta yo, conseguí llevarme un aplauso.
Y de repente inmersos en este sinsentido que sabia a gloria, un «buenas noches a todos, ahora es cuando me quito la ropa’» Y no, no se quitó la ropa, pero como si lo hubiera hecho. Porque se desnudó para nosotros, para todos esos ojos que le miraban. Eso si, poquito a poco, que es como acaban saliendo bien las relaciones. Y acabamos con risas, exhaustos de emociones. Y yo, escribiendo para él. Para sus besos inesperados y con sorpresa. Porque su disco no me lo compraré, pero seguro, que volveré a verle en directo. A ver si tengo suerte y me canta ‘Elizabeth tururú’. Pero, antes de nada, le susurrare al odio; ¡desmelénate para nosotros Patricio!