Traición y pasión, en eso se basó la relación entre el archiconocido escultor francés Auguste Rodin y la también artista Camille Claudel, relegada al papel de mera amante suya. Un drama escogido por el coreógrafo ruso Boris Eifman para su ballet Rodin, que se estrenó en Madrid el pasado 11 de marzo en los Teatros del Canal, cinco años después de su debut en San Petersburgo en el Teatro Alexandrinsky. Una pieza que, aunque no ha cosechado grandes críticas, ha conseguido el interés y respeto por parte del público.
Y es que, si bien Rodin es una propuesta coreográficamente un tanto repetitiva y poco original, a la hora de la narración es tremendamente efectiva y emotiva. Es evidente la fuerte influencia del reconocido coreógrafo soviético Yuri Grigorovich. Saltos, lanzamientos… un ballet muy acrobático en el que Oleg Gabyshev interpreta a Rodin. Él maneja a su antojo a todas las mujeres que se ponen en su camino, las utiliza y se aprovecha de ellas. Tal es así, que llega un punto en la coreografía en que no sabes si está tratando con una persona o, únicamente, está moldeando otra de sus esculturas.
El manicomio, un cuerpo del baile con pijamas, corsés y ropa interior, todo muy al estilo de finales del siglo XIX. El blanco roto invade la escena. Todos esos locos dados de la mano recuerdan en parte a esas mujeres engañadas y vengativas del segundo acto de Giselle, pero no, son los compañeros de penurias de Camille Claudel, a la que, después de años de desmanes, han tenido que internar. Ella ya se ha dejado llevar por la locura, una demencia causada por su gran amor hacia Rodin. Él la ha humillado, utilizado y menospreciado mientras ella seguía fielmente a su lado.
Entre locura, volantes y gasas aparece Rodin, un Rodin que parece estar viviendo una pesadilla. Un artista con cargo de conciencia porque su amante y musa haya acabado en un psiquiátrico. Así, con un flashback, Eifman nos retrotrae años atrás y nos muestra a un Rodin y una Camille enamorados, cómplices en un bonito paso a dos al son del maravilloso Claro de Luna de Claude Debussy.
Y con La Danza Macabra de Saint-Saëns, llegamos al día a día en el estudio. Muchachos con todas sus ropas manchadas, corriendo de acá para allá, sacos, carretillas. Un Rodin que manipula y cosifica a sus modelos. Entre mármoles y cinceles, Rodin ve cómo su carrera va rumbo al estrellato, mientras que Camille, interpretada por Lyubov Andreyeva, cada vez más, se va viendo cada vez más relegada a un segundo plano. Ella es la otra, Rodin tiene en casa a otra mujer, la abnegada Rose Beuret que vive por y para él, y a la que él no quiere abandonar Los críticos desprecian su trabajo y ella está cada vez más trastornada por ese triángulo de amor, pasión y engaño en el que está envuelta.
Con una fantástica selección de piezas musicales de Maurice Ravel, Camille Saint-Saëns, Jules Massenet, Claude Debussy y Erik Satie, todos contemporáneos de Rodin y Claudel, Boris Eifman nos cuenta este drama en el que da un protagonismo tal vez excesivo al sufrimiento del escultor francés. Al fin y al cabo, él es el que está engañando y utilizando a Claudel y Beuret, y es, en parte gracias a sus tropelías, por lo que la joven Camille acaba encerrada en un sanatorio los últimos 30 años de su vida.
Tal vez ese sea el error más grande de esta coreografía, Rodin continuó su vida como si nada, se casó, tuvo hijos, mientras que Claudel acabó viviendo recluida. Así acaba este ballet, con una espectacular y emotiva escena en la que la Camille de Andreyeva, después de luchar y luchar, temblorosa y al borde del llanto, se deja llevar finalmente por la locura, al son de La Meditación de Thaïs de Massenet, mientras Rodin, impasible, continúa tallando.
Y es que una de las cosas más espectaculares de este ballet son esos instantes en los que Rodin retuerce los brazos y las cabezas para conseguir esculpir sus bellas esculturas. Unos pasajes muy efectistas, en los que la luz juega un papel capital para poder dar vida a míticas esculturas como Denaide, La Catedral, Las Puertas del Infierno, El Pensador, Los Burgueses de Calais… Todas ellas aparecen en algún momento del ballet, ya sea como parte de la coreografía o sobre ese pedestal rotatorio en el que Gabyshev moldea a los bailarines hasta dar con la talla perfecta.
La puesta en escena es prácticamente lo más brillante de esta producción. Con un vestuario contemporáneo, pero en el que no se dejan de hacer referencias a las vestimentas de finales del siglo XIX, la desnudez es uno de los elementos esenciales en esta obra. Pero para nada es una desnudez chabacana y, todavía menos, gratuita.
Y es que al final lo que acaba provocando este ballet es que el público se pregunte “¿Quién sufrió más, Rodin o Claudel?”. Una pieza que, si bien posiblemente no pase a formar parte de los manuales de historia de la danza por su falta de originalidad coreográfica, pero sí emociona, y mucho. El público madrileño no se pudo resistir a levantarse de sus butacas y ovacionar a los bailarines en cuanto cayó el telón. Unos bailarines emocionados, sobre todo Andreyeva, que saludaba prácticamente entre lágrimas. Al fin y al cabo, ¿qué importa que la coreografía no sea insólita y brillante si cuenta con una buena historia, unos buenos intérpretes y una atractiva puesta en escena? Sí, Eifman podría haber sacado más jugo a este drama, pero este Rodin, pese a sus defectos, funciona a la perfección.