Quemar después de leer

«Nunca se debe mirar a una persona que duerme. Es como si abriéramos una carta que no ha sido dirigida a nosotros». (Sacha Guirty)

John Maloof trabajaba como agente inmobiliario en Chicago cuando conoció a Vivian Maier. Era 2007, y él se encontraba en medio de la documentación y posterior redacción de un libro sobre los barrios de su ciudad. La búsqueda de fotografías históricas para ilustrarlo le llevó a una casa de subastas, donde pujó y logró unos negativos que contenían curiosas instantáneas de Chicago. Curioso también resulta que, finalmente, no utilizase ninguna de esas imágenes para el libro. Pero, año y medio después, quizás recordando la excursión, o puede simplemente porque deseaba hacer limpieza entre tantas cajas; Maloof revisó el material. Y se dio cuenta de que aquello era algo más que un puñado de fotografías olvidadas. Tras una larga e intrigada búsqueda, al fin descubrió el nombre de su autora: Vivian Maier. Para entonces era ya 2009, y Maier, la excéntrica e ingeniosa niñera que amaba la fotografía, había muerto apenas unos meses antes. Gracias a John Maloof y su libro sobre Chicago, la figura de Vivian Maier fue rescatada del olvido.

Miguel Hernández leyendo unas cuartillas en la inauguraciónde la plaza Ramón Sijé en Orihuela, el 14 de abril de 1936
Miguel Hernández leyendo unas cuartillas en la inauguraciónde la plaza Ramón Sijé en Orihuela, el 14 de abril de 1936

Mario Amorós investigaba en los fondos del Archivo Nacional de Chile cuando se encontró con Miguel Hernández. Era 2015, y a quien él realmente estaba buscando era a Pablo Neruda, pues se encontraba en medio de la documentación y posterior redacción de una biografía sobre el poeta de la canción desesperada. Otras diez cartas, escritas al embajador chileno Germán Vergara Donoso desde España, cuando estuvo encarcelado (entre 1939 y 1942, fecha de su muerte), fueron encontradas meses más tarde. Miguel Hernández, al contrario que la fotógrafa Vivian Maier, no cayó en el olvido, ni desde luego ha fallecido recientemente; pero tanto el joven Maloof como el escritor Amorós han compartido y desempeñado una misión: la de descubrir y rescatar, por casualidad (¿o causalidad?) documentos históricos de dos personas que, en su día –y hoy si pudieran–, se entregaron con esmero a su pasión; pasión que ahora podemos disfrutar y conservar.

La recién publicada biografía, Neruda, príncipe de los poetas (Ediciones B, 2015), espera ya, después de muchos años de creación, a sus lectores en las librerías. Las cartas de Miguel Hernández, en cambio, encontradas tan de pronto que, probablemente, el escritor hubo de parpadear dos veces para asegurarse de que eran reales; continúan hoy rondando en su cabeza. Decidió donarlas a la familia del poeta, pero las palabras que leyó no han abandonado aún sus manos y su memoria. No tanto por la crudeza de su significado y del contexto, no tanto por el contenido; sino porque esas palabras no iban dirigidas a él, sino al embajador. Miguel Hernández no escribió nunca a Mario Amorós, así como tampoco a ninguno de nosotros y, sin embargo, hoy cualquiera puede tener acceso a esa y muchas otras conversaciones, la mayoría privadas. Privadas; porque las cartas no dejan de ser el antiguo correo electrónico, el antiguo WhatsApp.

El descubrimiento de una correspondencia inédita, especialmente si procede de escritores o artistas, causa siempre mucho revuelo, intriga y euforia. Quien escribe estas líneas es quien primero se revuelve y siente intriga y euforia (pecando a menudo, por tanto, de hipocresía), pero, para evitarlo, también se cuestiona, cada vez que pretende acercarse a ese lingüístico paraíso perdido; si es una buena idea.

«Y es que… ya no quiero vivir sin ti… no… ya no quiero vivir sin ti. Tú, como sí puedes vivir sin mí… debes vivir sin mí […]. Mi amor es infinito… la muerte es infinita, el mar es infinito, la soledad infinita… yo con ellos… ¡contigo!… Mañana tú ya sabes […]. Pero en la muerte, ya nada me separa de ti… sólo la muerte, sola… y, es ya… vida tanto más cerca así… muerte… cómo te quiero».

Fotografía de Marga Gil Roësset
Fotografía de Marga Gil Roësset

Estas duras y reflexivas palabras impregnaron de tinta la última página que escribió la escultora Marga Gil Roësset, el 28 de julio de 1932, en su diario; dedicadas al escritor Juan Ramón Jiménez. Nunca sabremos si la joven Marga hubiera aceptado de buen grado la decisión que tomó la Fundación José Manuel Lara de publicar, por primera vez, ese diario personal, en el que relataba su desdichada pasión amorosa por un hombre inalcanzable para ella. A finales de enero de este año, la sección cultural de muchos periódicos nacionales estuvo protagonizada por esta noticia, en la que todos sus elementos son dignos de una novela: un diario secreto desvelado, un matrimonio, una joven artista, un amor imposible y un final trágico.

La relación entre el escritor y la escultora, amistosa por parte de él y secretamente amorosa por parte de ella, probablemente hubiera pasado desapercibida si el punto y final de su historia no la hubiera escrito una letal pistola. El descubrimiento del diario de Marga Gil y la existencia de varias cartas acentúan el interés por este episodio de la vida de Juan Ramón Jiménez, mucho más conocido hoy en día que ella.

«Todo debe ser llano y claro y puro entre nosotros. Sólo entonces seremos dignos de encontrarnos. El hecho de que usted llegara a ser alumna mía y yo, su maestro, es sólo el origen de aquello que nos ocurrió. Nunca podré poseerla, pero usted pertenecerá a partir de ahora a mi vida, y esta deberá crecer por usted».

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Martin Heidegger escribiendo… ¿Una carta?

Este fragmento pertenece a la primera carta, escrita en noviembre de 1925, que encontramos en Correspondencia 1925-1975 (Herder, 2000), una recopilación de las cartas que Martin Heidegger y Hannah Arendt se escribieron entre ambas fechas. Desde que se conocieron en la Universidad de Marburgo, se creó entre ellos un vínculo irrompible que nunca desaparecería. Tanto a nivel filosófico como personal, ambos se influyeron e inspiraron mutuamente y, aunque nunca vivieron una historia de amor convencional, no fue necesario: el amor, en ocasiones, adquiere formas tan poco definidas, como intenso e infinito es en la paradoja su fruto.

Entre ellos no hubo amor, sí admiración y una relación amistosa protagonizada por los altibajos y un continuo acercamiento-alejamiento. Como Lope de Vega y Góngora, o Rembrandt y Rubens; Salvador Dalí y Pablo Picasso mantuvieron una rivalidad cuya veracidad y alcance nunca podremos averiguar. Recientemente, en Picasso y yo (Elba, 2015), se publicaron cartas y postales que se enviaron mutuamente y, también, algunos textos de Dalí sobre Picasso, el que se dice que fue su padre artístico.

Y, si hablamos de cartas de pintores, cómo olvidar las Cartas a Theo de Vincent van Gogh. «Desde mi enfermedad –cuenta a su hermano, en 1889–, me asalta en los campos una sensación tan terrible de soledad que no me decido a salir […] sólo delante del caballete, pintando, siento un poco de vida». Escritas en Londres, París, Bruselas, Nuenen o Amberes, estas cartas contienen pensamientos, sentimientos, esperanzas, decepciones, vivencias y supervivencias de un hombre cuya personalidad, contradictoria, insegura y entusiasta; ha pasado a ser una de las más fascinantes y sobrecogedoras de la Historia del Arte. Sin duda, Van Gogh estaría entusiasmado al ver cómo hoy se valoran sus pinturas, pero… ¿El leer su correspondencia le agradaría de la misma manera?

Cuántas cartas y escritos, cuántas confesiones e historias han pasado de lo privado a lo público con alegría desmedida e inconsciencia sin cargos. Cuando han pasado años desde la muerte de alguien, como ocurre en los casos mencionados, es fácil remover entre sus posesiones y recuerdos y, si acaso existiese un atisbo de remordimiento, calmarlo diciéndonos que es por el bien de la sociedad, por favorecer el acceso y el conocimiento de nuestras grandes figuras. Pero existe una frontera entre lo interesante y relevante para la Historia del Arte, por ejemplo, y lo interesante y relevante para la Historia del Arte siempre que el protagonista así lo desee; que muy frecuentemente tapamos con las manos.

Claude Monet, en su tranquila residencia de Giverny, cuando ya había visto y vivido todo lo que deseaba vivir y ver, protagonizó una divertida anécdota, peculiar como él era y muy interesante: decidió quemar unos dibujos y cuadros suyos, alegando frente a los horrorizados que lo presenciaron o escucharon que, de no hacerlo, cuando él muriese se venderían a un altísimo precio únicamente porque llevaban su firma. ¡Pero a él no le gustaban esos cuadros! ¿Por qué conservarlos, si no estaba satisfecho de ellos? ¿Acaso no debía tener él, Claude Monet, autor de las pinturas, la última palabra sobre éstas?

Señora escribiendo una letra en presencia de su criada · Vermeer · 1670-72 · Óleo sobre tabla
Señora escribiendo una carta en presencia de su criada · Vermeer · 1670-72 · Óleo sobre tabla

Ahora es diciembre, y enero y el Año Nuevo esperan a la vuelta de la esquina; a la vuelta de las luces, los reencuentros y las uvas. Dicen que ya no se escriben cartas, pero todos los años, miles de niños escriben una muy especial, una en la que ponen todo su empeño e ilusión. Una carta privada, como las de Miguel Hernández. Escrita para una única persona (o tres, según las creencias y preferencias). Afortunadamente, cuando uno se da cuenta de que esa única persona en quien depositábamos nuestros anhelos jamás la leería, adquirimos la capacidad de intentar cumplir nosotros mismos esos sueños; lo cual es todo un reto y, por ello, más reconfortante cuando se consigue. De mayores ya no escribimos esa carta, pero la seguimos redactando cada invierno en nuestro interior. Y ahí, nadie puede entrar a robárnosla y publicarla. Ahí, la seguimos llenando de regalos, pero éstos tienen otra forma. Tienen forma de propósitos, de planes, de ideas, de sueños. Y ya no es un abuelo gordo y simpático quien, gratuita y repentinamente, nos los da: somos nosotros, con nuestro esfuerzo y nuestra ilusión, quienes podemos alcanzar nuestras metas y hacerles el camino más sencillo a los demás para que también alcancen las suyas.

 

Andrea Reyes de Prado

«Lo que permanece lo fundan los poetas» (F. Hölderlin).
Humanista, curiosa, bibliófila, dibujante y extemporánea.

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