Imposible comenzar esta crónica sin mencionar toda la polémica en la que se vio inmerso el festival apenas tres días antes de su celebración. Según la organización, el Ayuntamiento de Madrid decidía de forma unilateral reducir el aforo de uno de los escenarios del Matadero de 800 a 100 personas, sin duda a consecuencia de la tragedia del Madrid Arena. De esta manera, y ante la previsible situación de que muchos se quedasen sin posibilidades de ver a sus grupos favoritos en dicho escenario, la organización decidió devolver el dinero de la entrada a quien lo solicitase. Más tarde, los responsables anunciaban mediante un breve comunicado que la próxima edición del Primavera emigra a Francia y Portugal, probablemente a causa de los problemas burocráticos planteados. Una pena para todos los amantes de la buena música de la capital. Ya que de eso se trataba. De un público más que civilizado acudiendo a disfrutar de grandes conciertos.
Otro de los aspectos que deslucieron un poco el evento fue el hecho de montar un dispositivo de seguridad a la puerta de cada escenario. Así, a lo largo de la fría noche, te veías obligado a hacer cola varias veces aunque solo salieras a fumar un cigarro (muchos optaron por pasar de prohibiciones y fumar disimuladamente entre la multitud). El ritual se volvía molesto: dni aunque la barriga y la ausencia de pelo te delatase como un puretilla claramente por encima de la mayoría de edad, cacheo atrevido y pulserilla a la vista.
El caso es que el viernes los conciertos comenzaban a eso de las 6 de la tarde. Hora complicada para un día laborable aunque muchos estuvieran de puente. Por tanto, nos quedamos sin ver tanto a Bremen, como a Antònia Font y Toy. Una pena pero aún quedaba mucho por llegar.
Entramos justo cuando empezaban en la Nave 16 Deerhoof, el cuarteto californiano más extravagante que uno pueda echarse a la cara. Cada uno de sus componentes merecía un capítulo aparte, en especial, el guitarrista y su indescriptible camisa, una mezcla de estilo hawaiano con traje de folklórica. Es cierto que sus canciones no siguen un esquema en principio fácil de digerir. En muchas ocasiones parece más bien que estén improvisando de una manera un tanto desquiciada. Pero la propuesta funciona por la gran energía que despliegan durante toda la actuación. El batería, en primera línea y con un gran protagonismo por, según él, ser el único que hablaba español, llegó a destrozar una baqueta en mitad de una canción, siguiendo como si tal cosa. Por su parte, la vocalista Satomi Matsuzaki no paraba de realizar sus particulares bailecitos con esa gracia tan inocente de los japoneses. Aunque el público no llegó a conectar del todo, el rock experimental de Deerhoof dejó buen sabor de boca.
Cuando Mark Lanegan, que era el siguiente en este escenario, llevaba algo más de una canción (tiempo en el que no consiguió convencernos de que nos quedásemos), unos cuantos nos dirigimos a la Lounge Lecture de la Nave de la Música para fliparlo con Sir Richard Bishop. En una sala circular muy pequeña que recordaba a una choza del desierto, unas 200 personas nos sentamos en el suelo a escuchar las historias que brotaban de la guitarra de Richard. Y lo tuteo porque, además de hipnotizar con su instrumento, se mostró cercano y simpático. Apoteósico el tema final, destrozando también una cuerda y siguiendo como si nada. Su actuación fue realmente especial. Un momento intimo difícil de experimentar en este tipo de festivales.
Y llegaba el turno de Swans en el escenario más gélido del festival, la abierta a la intemperie Nave de la Música. Había una energía especial entre el público, no paraban de decirse unos a otros lo cañeros que eran los abueletes estos. A pesar de que al principio hubo algunos problemas de sonido (Michael Gira parecía dispuesto a arrancarle la cabeza al primero que pasase por su lado si no lo solucionaban rápido), en seguida nos dimos cuenta de que estábamos ante algo especial y diferente. Con una reverberación impresionante por las características de la nave (se repartieron tapones para los oídos entre los asistentes), su sonido parecía capaz de desgarrarte los órganos vitales. Es difícil de definir (¿oscuro, salvaje, primario?) pero potentísimo. Tanto el percusionista como el bajo parecían incansables, absorbidos en la letanía que ofrecían al respetable. En definitiva, algo que te atrapa (aunque teníamos pensado ver un rato a Ariel Pink fue imposible moverse de allí hasta que acabaron) pese a huir de todo convencionalismo.
Por tanto, cuando volvimos a la Nave 16, ya solo quedaba la actuación de The Vaccines. La última sensación británica del indie rock, una maquinaria bien engrasada de producir singles irresistibles como ‘Teenage Icon’ o ‘Post Break-UP Sex’, se presentaron ante una multitud enfervorecida de groupies que abarrotaban el escenario con más capacidad del Matadero. La puesta en escena fue tan efectista como poco original. El meneo de melena del frontman Justin Young nos retrotraía a un show visto ya cientos de veces. Aun así, el público pareció terminar satisfecho con una actuación que a muchos nos pareció corta, lo cual quizás sea una buena señal.
Así terminaba el primer día del Primavera Club. Buenas sensaciones y ganas de volver al día siguiente para degustar el plato fuerte, esos Planetas que llevaban más de dos años sin tocar.