«Cáncer de colon y cáncer de pulmón. Han sido dos golpes de un solo mazazo».
En una tarde de olvidado año, alguien me dijo: «Lee a Alvite«, posando sobre mis rodillas de chándal un periódico de papel que se desbarataba rápidamente. Yo resoplé y pensé: «Otro coñazo de periodista que vendrá con su erudición artificiosa a soltarme un rollazo político». Entonces agarré los pliegos de un papel que los jóvenes tocamos hoy con una delicadeza como de agarrar una reliquia, o un fósil que deja manchas de tierra en las yemas, más que como un presente escrito. Mis ojos se fueron primero a la imagen: un careto con barba de Transición y una mirada más bien poco amigable; un rostro, al cabo, serio pero con algo de cachondeo pícaro en esa media sonrisa. Lo que veía era la faz de un tipo llamado José Luis Alvite (Santiago de Compostela-1949- 15 de enero de 2015), quien firmaba una columna que tenía que leerme por consejo de alguien. Sus ojos, a través de esos vítreos como empañados por una supuración de cansancio visual, estaban en penumbra, como poco dormidos.
Leí las primeras frases y ya estaba en el Hotel Savoy de inmediato. Y él, José Luis Alvite, al fondo, quizá apoyado en una barra, con su amante Lorraine Western, intimando entre susurros y volutas fantasmagóricas de cientos de cigarrillos. Acabé leyendo varias veces el artículo de manera frenética; de modo que era como si entrase y saliese del Savoy también de manera ridícula, extraña e intermitente. Aquel tipo orondo, de ojos de trasnochadas lentas, halógenas, encharcadas y solas, me había agarrado con una sutil cuerda de humo mientras sonaba de repente una especie de saxo tocado por un músico enfermo en el último callejón de mi cerebro.
Su primera labor en un periódico fue traer un jarrón de agua a un mozo de las rotativas. Ahí entró en contacto con la calle. Se hizo periodista porque su abuelo, su tío y su padre lo eran. Fue cayendo al pozo de un oficio de madrugadas, antes menos burocrático y funcional que el de ahora, y se fue forjando su personalidad solitaria, romántica y depresiva. «No había otras muchas cosas peores que hacer», dijo una vez, aunque luego trabajó unos cuantos años en una sobria y racional entidad bancaria. Colaboró en el extinto Diario 16, La Opinión de A Coruña, El Faro de Vigo y en La Razón.
Alvite escribía y parecía hablarte como desde aquella barra del Savoy, que era, pero en el periódico, como el territorio de un escritor, la Comala de Rulfo, la Castilla de Delibes… Aparte de en los periódicos, recitaba sus columnas en Radio Nacional de España y en los últimos años en Onda Cero, siempre de la mano de Carlos Herrera. Tenía Alvite la voz como de doblador, aunque el tabaco le rasgó el sonido y le dejó la seña débil y cancerígena del vicio. Murió la noche del pasado jueves 15 de enero con 65 años de dos cánceres a la vez: colon y pulmón. Le habían crecido, dijo él, como unas manchas de tebeo que se expanden por la tapicería de su coche. Humo en la recámara (2011, Ézaro) era su cuarto libro, otra recopilación de sus columnas, aunque él dijo que eran pequeñas historias, apuntes de personajes.»El espacio es muy pequeño para desarrollar una historia adecuadamente, de manera convencional», dijo hace tres años en una entrevista. Antes, en 2004, había publicado su primer libro de recopilación de artículos con el título de Historias del Savoy (Ézaro). Le siguieron Almas del nueve largo (2007), Áspero y sentimental (2008), Lilas en un prado negro (2011) y Charlas de nunca (2014). En esta última José Luis Alvite hace de entrevistador preguntando a grandes personajes de la Historia, como al propio Jesucristo, a quien se le empieza diciendo: Verá Usted…, y Jesús le interrumpe a «Al» : De tú, por favor… de tú.
Siempre le preguntaban que para cuándo una novela y él contestaba que iba a su aire. «Me siento, paro, me voy, desaparezco, vuelvo…. La novela me apasiona y siempre la tengo en la cabeza, pero el culo en la silla me duele demasiado». Hace unos pocos años se reenganchó a su espacio de los viernes en Onda Cero explicando las razones de por qué regresaba. La última, que cerraba su columna radiofónica, fue : «Vuelvo a la radio porque, puestos en lo peor, me consta que Carlos Herrera dejaría la llave del Savoy a mi nombre en el felpudo del cementerio». Así era Alvite. «El rey de la metáfora«, lo han llamado algunos. Escribió una de las tragedias más cortas y más dolientes en la historia del género epistolar, Carta a Carlos Herrera (26 de noviembre de 2013), para despedirse de su programa porque estaba muriéndose. La oración del final es una de esas líneas líricas que nunca terminan de provocar sensaciones en el callejón más recóndito de nuestro cerebro: «Y si no vuelvo, por favor, piensa que fue sólo porque me empeñé en el estúpido sueño de llegar por ferrocarril a una ciudad sin tren».