Hace poco más de tres años, Günter Grass incendiaba por enésima vez la opinión pública alemana con la publicación de “Lo que hay que decir”, un poema en el que comparaba a Israel con la antigua Alemania Democrática y calificaba al estado judío como el mayor peligro para la paz mundial por su posesión de armas nucleares. Las repercusiones fueron acordes al revuelo causado, y abarcaron desde la declaración de persona non grata en Israel hasta la petición de retirada del Premio Nobel logrado en 1999.
En este poema, el escritor profetizaba ya estar escribiendo con su última tinta. Tinta que finalmente se ha secado. Pero si la suya ya no fluirá más, seguirán corriendo, seguro, ríos de tinta sobre su persona, como no ha cesado de ocurrir desde la publicación de El tambor de hojalata, allá por 1959, donde embiste frontalmente la dolorosa herencia del nazismo rebelándose contra el silencio implícito en la sociedad de posguerra. La decisiva importancia de la obra en Alemania fue ligeramente obviada hasta el punto de que cuando Heinrich Böll se convirtió en 1972 en el primer alemán en ganar el Premio Nobel tras la guerra, preguntó:«¿Por qué yo y no Grass?».
Y es que Böll, al igual que Grass, participaba de ese sentimiento de penitencia perpetua por haber pertenecido a un régimen como el nazismo que afectó en Alemania a más de una generación. En su papel de referente moral de la Alemania de posguerra, apenas hubo un tema importante para los alemanes sobre el que Grass no polemizara: defendió a escritores perseguidos, atacó con denuedo la energía nuclear, denunció el suministro de armamento a Turquía y fue especialmente crítico con la reunificación alemana que consideró prematura y desastrosa para la sociedad y especialmente para la cultura.
«Nada, ningún sentimiento nacional por muy idílicamente que se coloree, ninguna afirmación de buena voluntad de los que han nacido después puede relativizar ni eliminar a la ligera esa experiencia, que, nosotros como autores y las víctimas con nosotros, tuvimos como alemanes unificados».
De este modo reflexionaba el escritor sobre la unificación de su patria, sobre la implicación intrínseca que entraña el ser alemán. La autoridad de estos pensamientos comprometidos sufrió un golpe brutal con la publicación de su libro autobiográfico Pelando la cebolla, donde confesaba que a los 17 años, en 1944, había formado parte de las Waffen-SS, cuerpo de seguridad especial del régimen nazi. Las críticas arreciaron de nuevo con virulencia. «No quedan marcas en la piel de la cebolla que expresen miedo u horror”.
Lo que se tomó como una verdadera traición no fue el hecho en sí mismo, sino que justamente él, el más enconado y encumbrado defensor moral de su país, hubiera ocultado algo así durante tantos años. Su figura social y literaria se resquebrajó, pero Grass no pidió perdón por el episodio. ¿Por qué iba a hacerlo? Toda su vida y su obra son un gigantesco gesto de arrepentimiento.
El tiempo, verdadero juez de la historia, disipará las enormes controversias surgidas alrededor de la figura de Gunter Grass y nos dejará lo realmente importante. Las páginas donde plasma, con estilo de maestro y rotundidad de testigo, la serie de aciertos, errores, incoherencias, orgullos, silencios y culpas, que conforman la historia moderna de Alemania.