MANOLO CARACOL. SÓLO NACIENDO UNO PUEDE MORIR

Manuel Ortega Juárez, nacido en Sevilla, conocido primero como el Niño de Caracol y luego como Manolo Caracol. Tataranieto de El Planeta, biznieto de Enrique el Gordo Viejo y Curro Durse, nieto de El Águila, tío de Gabriela Ortega Gómez, hijo de Caracol. Padre de Lola, Enrique, Manuela y Luisa. Vástago del cante.

En la carretera de la Coruña, a la altura de Aravaca, la vida se le escabulló a Manolo Caracol en un accidente de tráfico. Manolo, que era pacífico y resignado, la dejó marchar sin rechistar. Un año antes, en 1972, grabó su último disco en las bodas de Oro de su carrera profesional. En él incluyó, entre premonitorio y sabio, su fandango de despedida, su último fandango. Lo dijo y rectificó, porque sabía que su vida no era suya, dándose cuenta de que el dolor más reciente no es sino el penúltimo. Por eso pidió que le lloraran. El dolor de un artista se jalea y se celebra, es siempre el viático de una travesía mayor. De ahí que su dolor sea simple, su letra simple y su intención noble. La pose de Caracol no es pose porque no es analítica, sino lírica en el sentido menos estricto de la palabra: no intenta desentrañar el misterio, sino vivir en él, y porque vive en él, sufre, y porque lo sufre, canta.

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En 1969 se le otorga la Orden de Isabel la Católica. Para entonces ya se reconocía la labor de un cantaor prolijo y heterodoxo. Sin más protocolo que sus brazos largos, su pecho ancho y su rostro dormido, Manolo Caracol irrumpía con un descosido amargo en su voz, desflocaba jirones de la melena de una vocal. Su acento varonil y originario, permeabilizaba cualquier palabra; dijera lo que dijera, siempre decía lo mismo, la misma idea profunda y preverbal. En uno de sus ayes estaba compendiado todo el sentimiento de Caracol, y éste siempre era descabezado. Muchas veces recurría a la improvisación, porque el flamenco es un arte circunstancial y efímero, de ahí su valor y su fuerza comunicativa. Su mensaje era de mayúsculas y por eso universal. En sus jipíos, en sus indescifrables alaridos entre la queja y la onomatopeya, se configuraba un lenguaje animal y rabioso que zarandeaba y exigía una respuesta del oyente. Consciente de que la mejor manera de decir mucho era renegar de la palabra, suspiraba con tanto cuerpo que proyectaba sombra.

Aún así, fueron muchas las voces del momento que refunfuñaron ante el mestizaje de Manolo. Los puristas no dudaron en señalarlo cuando mezclaba palos o era acompañado por instrumentos no intrínsecamente flamencos. “No he copiado a nadie. Yo he hecho un teatro, yo he creado una escuela, y yo lo que canto es mío y no me parezco a nadie. Malo, bueno, regular, peor, es de Manolo Caracol… La escuela mía es una escuela muy… muy rara. Yo he creado cosas muy difíciles, como, por ejemplo, […] cantar piano y cantar La salvaora a la terminación del cante por malagueñas.” En este caso os lo presentamos acompañado por el guitarrista Melchor de Marchena y el pianista Arturo Pavón. La mixtura en estos casos está justificada, a las pruebas me remito.

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La pieza está grabada en el tablao Los Canastero que él mismo fundaría en 1963. En Los Canasteros desarrollaría desde entonces su arte acompañado por miembros de su familia o por otros insignes artistas flamencos. Se cuenta que, en busca de agilizar la apertura de su tablao, el artista, en una fiesta, dio con sus rodillas en el suelo frente a Francisco Franco, mientras proclamaba, a viva voz y con gestualidad gitana, loores en favor del Generalísimo y de la patria que éste regía con tanta rectitud e integridad. Iría así abandonando los teatros que tantos éxitos le habían granjeado en España y Latinoamérica, y es que Manolo Caracol, hasta en su quietud escultórica, tenía mucho de dramatismo. Antes de esto hizo apariciones en el cine y en los escenarios con Lola Flores, cuya combinación dio a luz una serie de zambras que le dieron fama y reconocimiento. La dupla se rompió cuando les fue ofrecido un contrato en E.E.U.U. que la Flores aceptó pero no así Caracol. Tampoco es de extrañar, porque de la palabra “ambición” el cantaor hispalense sólo entendía una parte.

Con anterioridad a los años 40, Manolo Caracol se dedicó exclusivamente a actuaciones en fiestas privadas. Afinaba, por aquel entonces, un gusto por la parranda, la vida y la noche que sería el denominador común de su existencia. No le faltaba trabajo, ya que, desde el año 1922, en que logró el primer premio en el concurso de Cante Jondo de Granada, organizado por Manuel de Falla y Federico García Lorca, fue considerado un niño prodigio del flamenco y realizó diversas giras por toda España. Su carrera desde entonces fue irregular, pues al ser una garganta de inspiración, dependía de una Calíope especialmente caprichosa en su caso.

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Se alimentó de estirpe y de infancia para llegar donde llegó. «Los señoritos y los artistas por las mañanas, después de recorrer durante la noche las ventas de las afueras, iban a la Alameda de Hércules a terminar la juerga, tomando churros y aguardiente. Como mi padre era artista, iba entre ellos. Por eso, cuando yo iba al colegio por la mañana, me encontraba con los señoritos y con los artistas que remataban la fiesta. Unas veces me llamaba mi padre, y otras veces me acercaba yo y me quedaba pegado a un quicio escuchando cantar». Puede que del recuerdo proviniera su voz etílica y el siempre fresco ritual flamenco que oficiaba. Antes de eso, a Manolo Caracol le quedaba nacer tan sólo. Lo hizo un nueve de julio de 1909 en Sevilla con el nombre de Manuel Ortega Juárez, tataranieto de El Planeta e hijo de Caracol.

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