La gran fiesta bicolor de Truman Capote, el buitre de Alabama

Fotograma del documental The Capote Tapes.
Fotograma del documental The Capote Tapes.

Resucitamos al escritor norteamericano para transportarnos a la noche más glamourosa de la alta sociedad neoyorquina

Se dice de Truman Capote que vive en un árbol, pero la verdad es que él siempre ha preferido Nueva York. Hotel Plaza, 22:15 de la noche. Los invitados aún no han llegado. Capote con pajarita negra y frac del mismo color se encuentra en la puerta del hotel más prestigioso de la gran manzana. Ahí delante, con su corta estatura y sus gafas de pasta, parece vulnerable, incluso nervioso. Sin embargo, solo él es capaz de reunir a tantas celebridades como estrellas hay en el cielo, desde Greta Garbo a Henry Ford. Si sale según lo previsto, todos estarían allí.

Si formas parte de la alta sociedad de Manhattan, tu deber este 28 de noviembre de 1966 es acudir a la Fiesta del Siglo. Las órdenes del escritor son muy simples: los caballeros deben llevar traje de etiqueta y máscara negra. Las señoras, traje de noche negro o blanco, máscara del mismo color y abanico. Este elegante baile se lo debe a su amigo Cecil Beaton, diseñador del vestuario para la película My fair lady. Capote había quedado fascinado por la elegancia de Audrey Hepburn con el famosísimo traje bicolor en la película y decidió que su gran fiesta no podía ser de otra forma.

22:30. Llegan los primeros invitados, «El majará y la majarí de Jaipur» anuncian, y a Capote se le relajan todos los músculos de su pequeño cuerpo. Se pone su máscara, la fiesta ha comenzado. El escritor es el gran anfitrión. Sin embargo, de cara al público, tiene que compartir este título con Katharine Graham. Considerada como la mujer más poderosa del país y editora de The Washington Post tras el suicidio de su marido en 1963, Graham muestra con orgullo su melena rubia recién llegada de Kenneth’s, la peluquería que se encarga de peinar a la alta sociedad neoyorquina.

Resuenan en la sala los tacones y las copas llenas de champán Taittinger. Todos bailan, algunos más que otros. «Bailar no es el fuerte de Truman», comenta con malicia Lee Radziwil, hermana de Jackie Kennedy, pero sí el de Lauren Bacall. La actriz se contonea en la pista con el coreógrafo de West Side Story, Jerome Robbins. 

Capote cambia el Desayuno con Diamantes por la cena con albóndigas y fideos. Aunque él no prueba bocado, prefiere el bourbon. Se muestra animado, habla con todos los asistentes y disfruta de esa gran fama que le ha proporcionado su última novela: A Sangre Fría. Obra en la que relata el asesinato de la familia Clutter en un pequeño pueblo de Kansas. Cada vez que alguien le felicita por el éxito de la novela, Capote recuerda la gran ausencia de la noche, Nelle Harper Lee. La escritora de Matar a un Ruiseñor ha sido su apoyo incondicional durante la investigación del asesinato que le ha dado a Truman Capote el salto al estrellato. Lee conoce al escritor desde que ambos eran unos chiquillos que jugaban a ser novelistas en el cálido Estado de Alabama. Es consciente de las excentricidades de Truman y de sus celos hacia ella, pero no iba a consentir que él siguiese menospreciándola. Por ello, declina su invitación a la Fiesta del Siglo. Aunque Capote jamás lo reconocería, la echa de menos.  

Hermosos y malditos, todas las estrellas continúan bebiendo, fumando y cotilleando. La noche es suave. Marella Agnelli, «cisne de Capote» le comenta lo justo que ha sido al no invitar a la fiesta a Walter Having, presidente de la joyería Tiffanys, con el que no había acabado bien una vez publicada la última obra de Capote. Pero este solo puede pensar, «Oh bello cisne, ¿podrás perdonarme cuando veas tu nombre mancillado en mi próxima novela?». Aunque sabe que esta vez, sus plegarias no serán atendidas.

Tras la breve conversación se retira al aseo. Es el primer momento de la noche en el que puede disfrutar de su soledad. Se siente, una vez más, un camaleón ante el espejo. Decide volver. Aunque la orquesta de Peter Duchin retumba en las paredes del Plaza, Capote logra escuchar los chismorreos de dos brujas millonarias sobre el antifaz hecho a mano de la actriz Shirlee Fonda. «Si la gente se parara a escuchar, quizá podrían ser tan poderosos como yo», reflexiona. Claro está, que este pensamiento no lo compartiría nunca, no quiere competencia.

Queda solo media hora para medianoche y Frank Sinatra ameniza la velada con su voz. Todo el mundo le mira, brilla tanto como los grandes diamantes que cuelgan del cuello de las invitadas. Sin embargo, no es el tipo de Capote, él los prefiere rubios. El momento llega y todos se quitan las máscaras. Menos Andy Warhol, que ni siquiera trajo una. Capote da un discurso en el que agradece a todos la gran noche que juntos están disfrutando, en especial a la anfitriona. Cuando Capote habla, todos ríen, tiene ese don. 

Poco a poco los flashes de los fotógrafos se van apagando. Suena I could have dance all night de Frederick Loewe, pero la orquesta deja de tocar a las 3:00 y los asistentes a la exuberante fiesta neoyorquina, a las 4:00 están en la cama. Excepto Sinatra, que esa noche bebe demasiado whisky Wild Turkey y continúa la noche en el club Jilly’s. Capote se queda solo. No tiene sueño, sigue pletórico. Sabe que mañana el mundo entero hablará de esta noche. Sale del hotel y se dirige a su pequeña isla personal, su apartamento. Es una noche fría de noviembre, y mientras pasea por Times Square se encuentra con sentimientos tan contradictorios como él mismo: satisfacción y fragilidad.

Es en ese momento en el que Truman Capote se da cuenta de que a partir de ahora no sería otra cosa más que un buitre. Un animal libre, simpático pero al que a nadie le gusta, a nadie le importa lo que haga. No tiene que preocuparse ni por amigos ni por enemigos. Simplemente, está ahí, aleteando, pasándolo bien y buscando algo que comer.

María Cantó

Periodista especializada en cultura. Escribo sobre todo lo que me ilusiona.

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