La bárbara improvisación de Cüá

Nos citan a las once de la noche en el Teatro Quevedo, en pleno centro de Madrid. Al recoger nuestras entradas, que habíamos reservado previamente por internet, nos dan un papel y un bolígrafo a cada uno de nosotros. “Es para que escribáis la primera frase o palabra inventada que os venga a la mente”, nos dice el chico de la taquilla. Ya se pueden imaginar lo que sale de ahí cada viernes.

Al mostrar nuestras entradas al empleado de la puerta, nos hace dejar nuestro papelito en una caja naranja. Entramos en una sala más bien pequeña con butacas que más tarde los actores definen como “silla-hamacas” y varios cojines de colores. Los cómicos salen tras un pequeño festival de luces a un escenario escasamente decorado: seis sillas, una señal vacía en el fondo y varios pufs en blanco y negro con el logo de la compañía Cüá que luego utilizarán para recrear sus escenas. Ellos improvisan y nosotros imaginamos.

Los actores se presentan y nos explican que lo que vamos a vivir esa noche es algo único que no se ha hecho antes, porque así es cada uno de sus espectáculos. Improvisan desde el contenido de sus escenas (a partir de nuestros apuntes) hasta las luces y la música de cada una de ellas. Somos nosotros mismos los que ya hemos decidido en las taquillas lo que va a pasar esa noche sobre el escenario.

Preguntan si hay alguien en la sala que ya ha asistido a alguna de sus obras y varios repetidores se pronuncian. Todavía no había empezado el Show y yo ya sabía que iba a valer la pena. Antes de empezar nos cuentan que no solo lo que hemos escrito va a determinar sus improvisaciones, sino que, además, ellos mismos se van a complicar la tarea autoimponiéndose unas reglas. Tenemos que elegir entre una postura, una palabra al azar y un personaje famoso que tienen que interpretar a lo largo de la noche dentro de una improvisación y que tenga sentido en su contexto. El elegido de anoche fue Woody Allen. Ahí es nada.

Explican que cada número dura aproximadamente tres o cuatro minutos y siguiendo distintos tipos de improvisación. Cuando acaba, uno de ellos toca una bocina tres veces y es entonces cuando se puede aplaudir. Tienen varios carteles con números de improvisación (todos con alguna referencia a los patos) que van colgando en la señal del fondo y que el público elige al azar antes de cada función.

Empiezan cogiendo uno de los papeles y creando una pequeña historia a partir de esa frase con una palabra inventada: Burundanga. Siguen esta dinámica durante un par de actuaciones más y pasan a coger cada uno un papel, y sin que los otros dos actores sepan lo que tiene el otro, crean una improvisación que tiene que tener sentido. Al final se dicen lo que contenía cada uno de los papeles. Salieron una yonki, unos pantalones campana y un “qué buen ratito estamos pasando”.

Otra de sus actuaciones estelares (de un total de siete), fue la de las pelotas de pin-pon. Lanzaron una bolsa al público y el que la cogió fue el encargado de darle ritmo al espectáculo. En cada pelota se podía leer un registro diferente entre los que se encontraban algunos como ópera, reality-show o western que el asistente tenía que leer en voz alta cada vez que sonaba un pitido y los actores cambiar de estilo según lo que dijese la pelota a mitad actuación.

Varias escenas más implicaron hacer el mismo espectáculo pero en la mitad de tiempo (con un resultado graciosísimo) o dotar a uno de los cómicos con el poder del control remoto en el que podía adelantar, retrasar, pausar o acelerar el ritmo de la actuación.

Tras casi una hora y media llena de sorpresas y diversión, salimos de la sala con muy buen sabor de boca.  De momento solo tienen dos funciones más programadas, 22 y 29 de enero, así que hay que darse prisa. A pesar del pequeño problema con el audio al principio de la actuación, tengo muy claro que seguramente la próxima vez que pregunten si hay algún repetidor, yo seré la primera en levantar la mano. 

 

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