Fue un viaje como esos regresos que una no planea, pero el alma sí. Salí de casa a las seis de la madrugada, rumbo a Motril, en la caravana de los amigos de mi madre, con su perra como compañera de asiento. Llevaba en el cuerpo unas ganas locas de volver a pisar aquella playa y comer pescaíto frito, como quien vuelve a una estación del año olvidada. Pero el verdadero viaje comenzó veinticuatro horas después, cuando tomé un autobús desde la costa hasta el corazón de Granada. Iba lleno de granaínos y estudiantes Erasmus que regresaban de un fin de semana en la playa. Todos hablaban, reían, compartían canciones… pero yo ya empezaba a escuchar a Granada, incluso antes de verla.
Muchos hablan de esta ciudad como si fuera un decorado: la Alhambra, el Albaicín, los miradores. Una lista de monumentos y horarios. Pero tremendo error. Porque la verdadera Graná se huele antes que se ve. Huele a incienso, aunque no sea domingo, a cera derretida, a madera vieja que guarda secretos. En cuanto bajo del autobús, me alcanza ese olor inconfundible, el mismo que conservo en casa, en un tarrito junto al incensario, pero que aquí es más denso, más auténtico, más verdad.
Esa primera noche, tras dejar el equipaje en el Carmen de la Victoria, me echo a andar sin rumbo, dejándome llevar por las calles. Acabo frente a la Iglesia de María Santísima de la Aurora y San Miguel Bajo. Cruzo el umbral y me azota de nuevo ese perfume a incienso, tan íntimo, tan mío. A mi izquierda, junto a las bancas, el trono del Cristo montado sigue expuesto tras una vidriera. Frente a él, el de la Virgen de la Aurora, ya desmontado hace apenas dos semanas. Me recibe el Pabilero de la Hermandad de la Aurora y me guía hasta la torre de la iglesia.
Subimos entre fotos antiguas, bordados de mantos, reliquias, recuerdos. Me empapo de la historia de la Virgen de la Aurora. Y al llegar arriba, me detengo sin aliento. No por las escaleras, sino porque Granada entera se despliega bajo mis pies. Una puesta de sol infinita se derrama sobre los tejados, y siento que más allá del horizonte está Ella: la Aurora. Me despido llevándome una pulsera y unas estampitas, como quien guarda una oración que aún no ha sido dicha. Un pedazo de Granada queda en mi bolsillo: su incienso, su Virgen. La misma que vi procesionar hace cuatro años junto a mi madre, la primera vez que llegué a esta ciudad.

[Foto: Sara Carrasco (postales recopiladas del Archivo de la Hermandad de la Aurora)]

Sigo caminando. Granada se ofrece al paso con una mezcla única de lentitud y vértigo. Me detengo a leer los portales, los muros. Esta ciudad no se entiende en los libros: se aprende en los grafitis, en los nombres de los bares, en los rótulos donde se funden el árabe y el castellano, el flamenco y el meme, la cruz y la carcajada.
Frases escritas en las paredes, como himnos anónimos:
“Con la Alhambra delante te sigo mirando a ti.”
“Prefiero compartir este jardín contigo.”
“Llora todas las veces que te duela, para que no te duela toda la vida.”
“Granada, volvería a ti, aunque me quede sin memoria.”
Granada se escribe a sí misma, con amor callejero y versos robados a canciones. Letras de artistas locales como Dellafuente, Saiko o Lola Índigo, que han hecho de esta ciudad un género musical propio.
Esa noche fui a un tablao flamenco. No esperaba que el sonido seco de los tacones sobre la tarima me golpeara como lo hizo. La guitarra, los quejíos de los cataores. Y en medio del tablao, en cada pisada de la bailaora, apareció mi abuela. Cordobesa. Nunca pisó Granada. Pero la vi ahí, cruzando el salón hacia la cocina, un domingo después de misa, con sus tacones negros de siempre. Como un rito doméstico, como un eco. Proust decía que los sentidos tienen memoria. Yo lo comprobé. A veces, basta un sonido para abrir un baúl que creías sellado para siempre.
A la mañana siguiente subí a la Alhambra. Desde sus murallas, el mundo parecía detenerse. Allí no hay tiempo: solo piedra y luz. Me senté a observar el ir y venir de los turistas, las parejas, los niños… Pero yo estaba en otro plano. La Alhambra me miraba, como si supiera que llegaba rota en lo invisible. Sus muros parecían entender. Comprendí entonces que hay lugares que sanan, o al menos, sostienen. Un palacio en diálogo constante con el tiempo: yeserías nuevas que imitan lo antiguo, fuentes que ya no suenan igual, salones donde algo fue y ya no es, aunque parezca.
![Yeserías reconstruidas de una de las paredes al rededor del Patio de los Leones. [Foto: Sara Carrasco]](https://www.culturajoven.es/wp-content/uploads/2025/06/Yeserias-Alhambra-edited.jpg)
Por la tarde seguí caminando sin rumbo, como si el extravío fuese también una forma de hallazgo. Crucé el barrio judío, la plaza de Isabel la Católica, pasé junto a la catedral, y seguí hasta la casa donde apresaron a Lorca. La Huerta de San Vicente. Allí no se cuenta la historia: se siente. Dicen que Lorca no debió volver. Que sabía que lo buscaban. Pero él tenía claro que no había otro lugar en el mundo donde más deseara pasar su santo, que en su Granada. Ese amor por esta ciudad, más fuerte que el miedo y que la misma muerte, me atravesó.
A veces creo que Lorca no murió del todo. Sigue aquí, suspendido en los balcones con macetas, en las calles donde el jazmín escribe versos invisibles. Pero esa casa, ahora un hotel, ya no es más que una herida. Allí, el aire no se respira: pesa. La poesía no vuela: se encarna.
Me siento. Nadie habla. Hay algo sagrado en ese silencio. Pienso en todo lo que no se escribió, en lo que fue arrancado demasiado pronto. Y también en lo que, pese a todo, aún florece.
Esa tarde, entre cervezas frías y pasos sueltos, subí por el Albaicín. El barrio parecía un cuento, puertas de colores, gatos al sol, ropa tendida, olores de cocina y una chica que bailaba sola en mitad de la plazoleta, sin escenario ni aplausos, con Dellafuente sonando de fondo.
El último día fui al Auditorio Manuel de Falla. No había música, pero la sentí flotando. Me senté en una butaca y dejé que el Auditorio, Granada, encontrara su lugar en mi. Sin prisa. Granada nunca se despide del todo. Siempre deja una esquinita encendida.

[Foto: Sara Carrasco]
Me fui con los ojos húmedos, olor a incienso en la ropa y una estampita en el bolsillo. Como si llevara una promesa callada en la palma. Como si alguien me esperara en casa para contarle este viaje.
Pero ya no está. O tal vez en otra forma, en otro tiempo.
Pongo rumbo a casa, otra vez en la caravana. Pero sé que volveré. Porque a Granada, cuando es tuya, no se la visita: se la revive.