Un silencio realista envuelve, con melancolía contenida, la nueva exposición del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Un silencio cauto, discreto, cúbico; unas veces cálido y, otras, estético. Un silencio que se inicia doméstico y torna, poco a poco, en urbanístico. Cinco años después de la muestra monográfica dedicada a Antonio López, el museo reúne, hasta el próximo mes de mayo y provocando gran expectación, al resto de sus compañeros: Amalia Avia, Julio y Francisco López, María Moreno, Esperanza Parada e Isabel Quintanilla. El grupo de los siete. Los siete secretos, como escribiría Enid Blyton. Los siete Realistas de Madrid, como los ha bautizado para la ocasión Guillermo Solana, director artístico del museo.
Imponente y formal, la Pareja de artesanos (1965), escultura de Julio López, da la bienvenida a la exposición, que ha intentado combinar las obras seleccionadas buscando un difícil y meritorio equilibrio entre lo que les une (los temas, las técnicas o el origen de su inspiración) y lo que les separa (el estilo y espacio propio que requiere cada cuadro y su contemplación). Como títulos de poemarios, De la mesa a la ventana, El arte de los umbrales, Los muros del jardín, Estatuas y La calle y la ciudad organizan en secciones las obras pictóricas y escultóricas de estos artistas que comparten oficio y mantienen amistad (algunos de ellos, incluso, doradas alianzas) desde la década de los cincuenta.
A través de las distintas salas, pintadas en un suave tono de gris, Realistas de Madrid supone un doble viaje en el que espacio y tiempo no caminan en ritmos paralelos: el espacio que recorre el pintor –y, con él, el espectador cuando lo visita–, desde el interior de la vivienda y su universo, hasta el exterior, es muy breve. De apenas unos metros, en la mayoría de las ocasiones: patios y jardines, verjas y recónditas calles protagonizan esa transición en algunos cuadros, como sucede en Otoño (1992), de Isabel Quintanilla. Un espacio que necesita, para ser atravesado, mucho menos tiempo del que requieren, tanto para su ejecución como para su contemplación, los cuadros que lo han reflejado. Cada obra recoge un instante de vida que parece permanente e infinito. La luz, elemento clave en esta exposición, acaricia con devoción los objetos a lo largo de muchas horas y muchos días, como si los artistas hubieran querido, a través de una sola de esas horas, transmitir la sensación que provocan todas las demás; con sus diferentes tonalidades y fuerzas, sobre un trocito de cotidianeidad. Una cotidianeidad contada con sencillos bodegones, escritorios, ventanas y cuartos de baño; los grandes protagonistas y acaparadores de curiosas y fascinadas miradas.
Lavabo y espejo (1967) de Antonio López, cuadro icono de la muestra, es quizás el mayor ejemplo de ello. A raíz del ¿por qué?; por qué cuartos de baño, por qué pintar con tanto esmero esa apenas habitada estancia de nuestra vida; podríamos decir, él mismo explicó a Babelia días antes de la inauguración: «¿Por qué elegimos unas flores y no otras, por qué unas calles y no otras? Me da igual el motivo, yo quiero que el tema me lo dé la realidad. Me entusiasma sentir que las cosas en mi pintura brotan de la vida. Es emocionante que sea un eco de la tuya o de la de los demás, y a lo mejor no lo encuentras en sitios hermosos, sueles tropezar con ello donde estás». Los Realistas de Madrid no siempre pintan aquello que convencionalmente es bonito, sino aquello que les produce, más que una belleza externa y superficial, una Belleza con mayúscula inicial. Aquello que les atrae por su forma, por su luz o, simplemente, por sí mismo. Alejan el contenido rutinario y aportan a sus motivos un significado nuevo, estético, introspectivo y personal. Tanto las pinturas como las esculturas expuestas (que equilibran, más en un sentido complementario que necesario, la ausencia humana de aquellas), producen una embriagadora y misteriosa sensación de absorto vacío. Estantes, camas, lámparas, habitaciones. Escalones, árboles, calles, suelos, cielos madrileños de años atrás. Sólo la luz se empeña en dar sentido al ahí y ahora de las escenas, pasando por ellas en color y en blanco y negro. Pasa, pero no traspasa. No penetra en los objetos, no logra darles vida. Existen, pero no viven. Tampoco tienen por qué hacerlo. Son objetos pintados en cuadros, y ya poseen su propia Belleza. La belleza de ser arte.