El ballet, basado en la historia del bailaor, estará hasta el 22 de diciembre en el Teatro de la Zarzuela de Madrid
«Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse», dijo el escritor Truman Capote. El don del bailaor Félix Fernández García era la danza y la autoflagelación fue uno de los motivos que le llevaron a la locura. Se ha escrito muy poco de su historia, quizá porque la mejor forma de conocerla no sea a través de los libros, sino del baile. Por eso, después de 18 años de su última puesta en escena, el Ballet Nacional de España (BNE), bajo la dirección de Rubén Olmo, ha recuperado El loco. Un ballet argumental, dividido en dos partes, que recorre la Sevilla de principios del siglo XX donde nació el bailarín, su paso por Londres para interpretar el ballet de El sombrero de tres picos, y hasta el manicomio británico donde falleció.
Para relatar la vida del bailarín, el director escénico Paco López empieza la historia por el final. Una sombría escenografía, junto con una iluminación minimalista (Nicolás Fischtel) y el sonido desquiciante y afilado del cuarteto de cuerdas de la orquesta de la Comunidad de Madrid (ORCAM), bajo las órdenes de Manuel Coves, transportan al público al centro psiquiátrico de Epson donde el artista pasó sus últimos días. El día del estreno, José Manuel Benítez encarna a un Félix desequilibrado, que espera que la Dama Blanca lo envuelva en su velo mortuorio, y cuya mente viaja hacia sus orígenes, al sur.
La calidez que evoca esta tierra ilumina el escenario con un tono muy distinto al anterior. Los instrumentos de viento-madera aportan una alegría de la que parecen contagiarse los movimientos de una docena de bailarines y el propio Benítez, convirtiendo el Teatro de la Zarzuela en uno de los cafés cantantes a los que solía acudir el bailaor. Allí, los músicos flamencos del BNE y el cantaor Juan José Amador ‘El Perre’ forman una sobremesa que se ve interrumpida por la visita de Serguéi Diáguilev. El empresario, fundador de los Ballets Rusos y encarnado por el mismo Olmo, reclama la presencia de Félix en Londres, buscando impregnar la compañía de las tradiciones españolas, y el gran espejo distorsionado situado en el fondo del escenario es testigo del acuerdo.
La segunda parte de la obra comienza con un chaplinesco Félix Fernández ejerciendo de maestro en la compañía para ganarse el papel principal del ballet El sombrero de tres picos, del compositor Manuel de Falla. En el intento de enseñar a su antagonista, Massine, es cuando se aprecia esa eclecticidad en la coreografía (Javier Latorre), que alterna entre el plié clásico y la farruca, de la misma manera que Diáguilev buscaba que fuese la obra de Falla en Londres. El espejo anteriormente mencionado empieza a cobrar todo el protagonismo cuando Félix descubre que no interpretará al corregidor en la obra. Se dice que la inmensa decepción que le supuso, junto con el exhaustivo trabajo que llevaba a cabo para poder estar a la altura en la compañía, fueron algunos de los motivos que desencadenaron sus brotes de esquizofrenia. A partir de ahí, al bailaor le despojaron de su nombre y se quedaron solo con el apodo, El Loco.
Vuelve el taconeo frenético del comienzo y la iluminación congela el ambiente, Benítez da la espalda al público para mirarse en el cristal que refleja todos sus demonios. Según los historiadores, tres días antes del estreno de la obra, el bailaor fue detenido por la guardia londinense y recluido en Epson. El sombrero de tres picos contó con los decorados de Picasso y la composición de Falla, pero no con la actuación de Félix Fernández. Quién le iba a decir a El Loco que cien años después nadie se iba a acordar de ese detalle, y que de él solo se recordaría su pasión y entrega por la danza. Su historia se podrá disfrutar hasta el próximo jueves 22 de diciembre en el Teatro de la Zarzuela de Madrid.