Cuando Mark Twain fue un cometa

471 páginas, 180 años y dos días.

Suena a reto y, efectivamente, lo es. El nombre de Mark Twain (1835-1910) irrumpe en la actualidad con fuerza, y es que hay cumpleaños que, como suele decirse, no se celebran todos los días. Ante esa marcada fecha, los números amenazan: 471 páginas de su autobiografía, 180 años de su nacimiento y dos días de mi tiempo para conocerle.

¿Qué hacer cuando se tiene el pretencioso deseo de conmemorar a un escritor en el 180 aniversario de su nacimiento, mas no se posee el tiempo necesario para, previamente, leer todo lo que aún no se ha leído de él? ¿Qué hacer cuando se quiere escribir sobre alguien a quien apenas se conoce? ¿Cómo hacer para llegar hasta el alma de una persona, y captar la esencia de eso que comúnmente denominados su vida y obra, en tan poco espacio y tiempo? Empezar por aquello que el escritor en cuestión redactó sobre sí, sobre su propia vida y obra; quizás sea una buena opción. Echar un vistazo a sus memorias, recrear aquellos momentos que más le marcaron, leer entre líneas sus cualidades y defectos, sus señas de identidad, su naturaleza. Su yo más íntimo dejado al descubierto por él mismo.

mark-twain-350Un ejemplo de esa naturaleza, que guiará el texto, es que Mark Twain no quiso escribir una autobiografía al uso (pese a que «autobiografía» y «al uso» se antojen ya desde un principio como un oxímoron). La ironía, siempre atenta y perspicaz, no quiso dejar pasar la oportunidad de protagonizar este episodio en su vida, y sembró en Twain la duda de cómo dar con la forma correcta con la que plasmar sus recuerdos sobre el volumen, que se publicaría póstumamente. «Estoy hablando literalmente desde la tumba –escribe en el prefacio– porque ya estaré muerto cuando el libro salga de la imprenta». Tantos años escribiendo, debía decirse, contrariado, y ahora que se trata de hablar de lo vivido, de mí, no sé cómo hacerlo. Cayó en la cuenta de que, al igual que nosotros somos nuestro mayor enemigo, como ya advirtieron los estoicos, también somos nuestro mayor enigma.

El resultado de aquellas dudas es un denso y desinhibido mar de palabras, recuerdos e imágenes, a menudo más descriptivas de su entorno que de él mismo, pero igualmente interesantes. No se podía esperar menos de alguien que nació cuando el cometa Halley visitó la Tierra, antes de difuminarse de nuevo en el firmamento, y murió el día que volvió a aparecer. Esos dos instantes de intensidad fueron los paréntesis de una vida de igual manera intensa, en la que a duras penas tenía cabida el equilibrio. Como escribe Federico Eguíluz en la introducción de la Autobiografía (Espasa, 2014), «sus éxitos literarios y su enorme popularidad, tanto en su país como en el extranjero, quedaban matizados por las complejidades emocionales de su vida, por las trágicas pérdidas personales, por los fracasos económicos y comerciales. Sus últimos escritos evidencian un escepticismo que se libra de la petulancia gracias a la sinceridad del gran artista que consiguió ser Samuel Clemens revestido como Mark Twain».

Ése es el primer descubrimiento que uno hace sobre el padre creativo de los ya eternos Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Que el bautizado como Samuel Langhorne Clemens decidió, en febrero de 1863, al final de un artículo publicado en el Territorial Enterprise de Virginia, usar un pseudónimo. Ya lo había hecho en numerosas ocasiones, pero el de Mark Twain marcó, sin duda, un antes y un después. La curiosa historia del nombre es una de las muchas que pueden leerse en la autobiografía, así como deliciosas anécdotas de los personajes de sus obras más populares, pues más de uno está inspirado en conocidos y amigos reales del escritor. Sin embargo, pese al indudable interés y valor que tienen, no son ésas las historias más especiales; las importantes, las esenciales.

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Sin un orden cronológico voluntariamente establecido, Mark Twain relata lo que fue su vida según su memoria le va recordando, como un antiguo proyector, fotogramas de escenas y personas que pasaron por ella. Recuerda las dos calles y las dos tiendas del por entonces casi invisible pueblecito de Florida en el que nació, y la granja de su tío John A. Quarles, un paraíso para un muchacho de entonces, que inspiró varios escenarios de su literatura. Recuerda la escuela y la vergüenza que sintió al quedar en evidencia por no saber mascar tabaco cuando apenas contaba con siete años. Pero todos sus compañeros ya sabían, y él luchaba por ser igual a ellos. «Los niños no tienen la menor caridad para con los defectos de los demás», dijo en su día.

Escribe con cierto orgullo que, según la tradición, algunos de sus antepasados fueron piratas, y cómo él mismo, a veces, ha sentido deseos de serlo. Rememora las perrerías que le hacía a su hermano Henry, que poseía un corazón tan limpio y noble como el de su madre, a quien evoca con un gran cariño no exento de cierta reserva, como si no quisiera poner en evidencia sus sentimientos. Sus amigos, los amigos de sus padres, y Mary Miller, la primera chica que le rompió el corazón. Sus inicios en el periódico de su hermano Orion, quien dijo de Mark Twain que su literatura atrajo la atención del pueblo, pero no su admiración. No de momento, podríamos añadir ahora.

Recuerda sus andanzas de piloto navegante por el Mississippi, de minero y de periodista en las tierras de Nevada, California y y Hawaii, que se inspiraron Pasando fatigas (1872). Recuerda los difíciles años que invadieron a su familia tras morir su padre, en 1847, cuando él contaba con doce años. Los viajes por Europa entre 1853 y 1856, sus primeros escritos para periódicos como el Keokuk Saturday Post, el Courier o el Territorial Enterprise de Virginia, en el que nació su pesudónimo definitivo, aquel que destronaría a Samuel Clemens. Recuerda sus conferencias y su única pero increíble aventura como protagonista de un duelo al más puro estilo siglo XVI.

Con especial devoción, recuerda la gran aventura de casarse con Olivia Langdon, el gran amor de su vida, en 1870, y Las aventuras de Tom Sawyer (1876). Sus cuatro hijos, de los cuales solamente le sobrevivió una, Clara, y los profundos desvelos que le causaron el tener que despedirse de cada uno de ellos. Recuerda la temporada en Búfalo y los diecisiete años en Hartford junto a su familia, durante los cuales escribió algunas de sus mayores obras, como El príncipe y el mendigo (1881), Las aventuras de Huckleberry Finn (1885) o Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889). La enfermedad de su esposa y el traslado a Italia en busca de una cura que no llegaría. Los años de pesimismo, la solitaria pobreza que sentía tras haber sido tan rico. Y, entre tanta pena, una gratificante alegría: ser nombrado, en 1907, Doctor Honoris Causa por la Universidad de Oxford. Recuerda la visita de Thomas Edison, en 1909. Su propia muerte, por un ataque al corazón, el 21 de abril de 1910. Un corazón que había vivido intensamente y, por intuición, descansó en paz.

Cuando era joven, podía recordar cualquier cosa, hubiera sucedido o no. Pero mis facultades están decayendo ya y pronto me convertiré en alguien que no recuerde más que las cosas que nunca han sucedido.

Tras leer la autobiografía de Mark Twain, como tras leer cualquiera de sus variados escritos, uno se queda con la agradable pero abrumadora sensación de estar frente a alguien que realmente ha vivido. Alguien que se ha interesado por todo, por las letras, por las ciencias, por la sociedad, por la política, por la religión, por la familia. Un joven reservado y tímido cuyo desparpajo natural supo desarrollarse y encontrar en el humor un gran recurso literario y vital. Un hombre de hogar y de mundo, de gran influencia y popularidad, que mostraba ironía en público y se reservaba su pesimismo y enojo para con sus contemporáneos en privado. Un hombre interesante. Escritor, al fin y al cabo.

Tras las 471 páginas, los 180 años y los dos días, apenas he podido atisbar la punta del iceberg que constituyó la vida de Mark Twain (menos aún la de Samuel Clemens) pero, a pesar de ello, la sensación que queda es la de haber desentrañado alguno de sus secretos. La de haberle conocido, a través de todo el camino que, literaria y vitalmente, recorrió y posteriormente escribio y dejó como legado. La misión previa a la realización de una entrevista habría estado completada. Lástima que dicha entrevista jamás pueda llevarse a cabo. Quizás cuando el cometa Halley vuelva a visitar el cielo infinito.

Andrea Reyes de Prado

«Lo que permanece lo fundan los poetas» (F. Hölderlin).
Humanista, curiosa, bibliófila, dibujante y extemporánea.

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