Claudio Tolcachir dirige esta versión de la obra del dramaturgo sudafricano Athol Fugard con Lola Herrera, Natalia Dicenta y Carlos Olalla en el reparto
La vejez asusta, no es ninguna novedad. Desde siempre ha sido una etapa teñida de estigmas: se la asocia con el abandono, la pérdida de la independencia, el desgaste físico y emocional, la marginación social… Muchas veces se percibe como el principio del fin, el momento de renunciar a los sueños y refugiarse en los recuerdos y los deseos que nunca se cumplirán.
Sin embargo, en Camino a la Meca, el escritor y dramaturgo sudafricano Athol Fugard propone otra narrativa. La de una mujer que, en plena vejez, elige reinventarse, crear y resistir desde la soledad y la imaginación. Y lo hace a través del personaje de Helen Martins, una figura inspirada en una persona real, cuya vida se convierte en una metáfora sobre la libertad individual y el poder transformador del arte.
La obra, publicada en 1984, llega por primera vez a los escenarios españoles de la mano del director argentino Claudio Tolcachir y de Pentación Espectáculos en la producción. Tras el paso de otras versiones por Londres, Buenos Aires y distintas ciudades de Estados Unidos, la de Tolcachir llega al Teatro Bellas Artes de Madrid con un elenco reconocido: Lola Herrera, Natalia Dicenta y Carlos Olalla.
La historia se sitúa en Sudáfrica, en 1974, en pleno régimen del apartheid. Allí vive Helen, una anciana bóer (descendiente de colonos holandeses), en un pequeño pueblo conservador donde el racismo y la rigidez social marcan la vida cotidiana. Movida por una imaginación desbordante, llena su casa y su jardín con esculturas fantásticas, hechas con cemento, vidrio y una emoción casi juvenil.
Las figuras, inspiradas en culturas orientales, camellos, búhos y figuras bíblicas reinterpretadas, se convierten en su compañía y su escudo. Pero también en la causa de su aislamiento. La comunidad no entiende su arte y su estilo de vida y la tacha de excéntrica y perturbada.
Su única aliada y confidente es Elsa, una joven maestra que mantiene con ella una relación epistolar y emocional profunda. Extrañada por una carta que recibe de Helen, en la que percibe una voz apagada y desesperada, decide recorrer más de mil kilómetros en coche para verla.
La visita de Elsa coincide con la aparición de Marius, el pastor del pueblo y viejo conocido de Helen, quien representa la voz del deber y del orden establecido. Desde una supuesta preocupación por el bienestar de la protagonista y con una aparente amabilidad, intenta convencerla de que abandone su casa y se traslade a una residencia de ancianos. Incluso trata de convencer a la audiencia de la locura y la inseguridad de la protagonista.
Ternura y tensión entre luces titilantes
Claudio Tolcachir dirige esta versión con un equilibrio notable entre delicadeza y potencia. Conocido por su capacidad para trabajar desde la verdad emocional, el argentino logra que el texto respire, que los silencios hablen y que cada escena tenga una temperatura propia. La puesta en escena, lejos de caer en la solemnidad, se mantiene ágil, vibrante, humana.
Los noventa minutos de función transcurren con fluidez, sostenidos por un ritmo que respeta las pausas y permite que las emociones emerjan sin artificios. Hay momentos de ternura, de humor, de tensión contenida y de catarsis. Y todos ellos encuentran eco en una escenografía que no es solo un decorado, sino una extensión y expresión del alma de Helen.
El diseño escenográfico de Alessio Meloni transforma la casa de la protagonista en un espacio irreal y místico. Las esculturas, los colores, los objetos, las texturas, crean una atmósfera hipnótica y acogedora. Refleja así el auténtico refugio de una mujer que vive por y para su arte.
A ello se suma la iluminación de Juan Gómez-Cornejo, que actúa como una segunda narración, modulando el ambiente según las emociones. La luz entra y sale como un personaje más en forma de lámparas de aceite, marcando las zonas de sombra, aportando calidez e invitando al espectador a entrar en la mente de la protagonista.
Pero si hay algo que convierte a Camino a la Meca en una experiencia teatral imprescindible, es su trío actoral.
Hacen falta pocas palabras para describir a Lola Herrera, a quien Tolcachir dirige por primera vez. Con 89 años, sigue brillando con una luz propia de aquellos que han nacido para los escenarios. Su Helen es una mujer llena de matices: frágil pero firme, excéntrica pero lúcida, herida pero invencible. Su mirada transmite una mezcla de miedo y determinación, y su voz, a veces quebrada, a veces firme, es el instrumento perfecto para dar vida a un personaje que parece escrito para ella. Herrera derrocha empatía y honestidad sobre las tablas.
Natalia Dicenta encarna a Elsa con una energía que equilibra lo racional y lo emocional. Su personaje es directo, sarcástico, empático, y su relación con Helen está construida con una química que trasciende lo biográfico. Madre e hija en la vida real, logran un vínculo escénico lleno de capas, donde el cariño y la confrontación conviven de forma orgánica. Sus diálogos son una danza de afecto y desacuerdo, que ilumina el conflicto central de la obra.
Por su parte, Carlos Olalla completa el elenco con una interpretación contenida y poderosa. Su Marius no necesita gritar para imponer su autoridad. Su voz pausada, su mirada firme y su presencia imponente le confieren una carga inquietante. Es el antagonista perfecto para una historia donde la amenaza no es la violencia física, sino el intento de borrar lo diferente. Sin embargo, al final, carece de maldad.
Camino a la Meca estará en el Teatro Bellas Artes de Madrid hasta el 27 de abril con localidades agotadas. Después se irá de gira por ciudades como Zaragoza, Bilbao, Granada o Valladolid, entre otras.