Assilah: La medina de mirada ‘underground’

Assilah se torna ante mí como una joven indómita, rebelde y algo incomprendida, que huye de los convencionalismos y que desea escapar con todas sus fuerzas de aquello que le rodea. Sin renunciar a sus inicios, a la historia que le baña y le abriga, y a sus costumbres, que le recuerdan su verdadero origen. Guarda una cierta similitud con Justine, la protagonista de Melancholia de Lars von Trier, una mujer misteriosa que se guía por sus instintos más primarios y que es capaz incluso de abandonar su propia boda dejando a toda su familia dentro del convite.

Salgo de un Tánger atestado de gente, abarrotado de turistas, de un zoco asfixiante, de olor a humanidad, a sudor, a especias y a comidas excesivamente condimentadas para un estómago occidental que se hornean en plena calle, y me encuentro la carretera camino a Assilah, que bordea una costa atlántica totalmente desértica. El taxi en el que recorro los 46 km que separan las dos ciudades, como la mayoría de los taxis marroquíes, es un Mercedes de los años 80, de un color beige desteñido, sin cinturones de seguridad y con una carrocería de piel bastante cuarteada por el uso. Supongo que su conductor, Hassan, un árabe de unos cuarenta años, hará el mismo recorrido todos los días, probablemente más de una vez, sin embargo, en lugar de mostrarse hastiado, no dejo de ver sus dientes abriéndose paso en una tímida sonrisa que se refleja en el espejo retrovisor. Conoce bien España y los tópicos que se han construido en torno a la cultura islámica y, sirviéndose de la ironía y de cierta picardía, me pregunta si mi familia aceptaría dos cabras a modo de ofrenda si me casara con uno de sus hijos. Acto seguido, poniéndose más serio, compara la forma de vida de España y Marruecos, y asegura que es imposible ver playas así, sin explotar, al otro lado del Estrecho. No puede faltarle razón.

Los 120 kilómetros por hora sobre los que tiembla la aguja del velocímetro hacen que los paisajes pasen por mis ojos como manchas indeterminadas de formas confusas y volubles, pero, aun así, no puedo evitar que una imagen se detenga en mi retina. Un grupo de cuatro chavales, de no más de 16 años, montados en un ciclomotor rojo, sin camiseta y, por supuesto, sin casco, se sumergen en ese océano de asfalto que no es más que una carretera nacional sin apenas líneas divisorias de los carriles. Detrás de ellos, un niño en monopatín intenta alcanzarlos, y su pie descalzo no cesa en el empeño de dar patadas al aire buscando impulso. Pero el resto de conductores ni se inmutan.

Tras más de una hora y cuarto de trayecto, me descubro ante la Medina de Assilah, que se yergue frente al resto de la ciudad como un río oscuro y lleno de ramas que te arrastra como una ola de mar. Las casas ya no tienen el aspecto destartalado y sin orden aparente que impera en algunos puntos de la ciudad, sino que parecen surgir en el hueco exacto que les deja la anterior, y así sucesivamente, como una ecuación perfecta o la línea trazada con esmero que se apoya en la firmeza plástica de una regla. El olor a sal invade las recónditas callejuelas a las que el sol no tiene acceso, y tiñe las fachadas de azul y blanco. Todo es azul y blanco. Pero no una tonalidad cualquiera. Es un blanco que remite a los pueblos de Cádiz y un azul intenso que no puede por menos que asemejarse al que invade algunos municipios de la costa portuguesa, y es que Assilah fue colonia lusa durante el siglo XV.

Medina de Assilah, en Marruecos
Medina de Assilah

El Festival Cultural de Assilah

Todo está correctamente dispuesto, las macetas con flores de colores que encajan perfectamente en la gama cromática de la ciudad islámica, los farolillos negros y ensortijados que iluminan y decoran las calles, e incluso los gatos que se esconden detrás de cada esquina y, con su andar erguido y elegante, imitan el ritmo pausado y continuo que desprende Assilah. Camino yo también por sus calles con miedo de ensuciar sus adoquines y su blanco impoluto, pero de repente, un estallido de pintura irrumpe de la nada en las calles centrales de la medina. Las paredes, ahora, se convierten en enormes lienzos que se llenan de vida, de formas geométricas, de dibujos abstractos y frases en distintos idiomas. El arte urbano suele insuflar a las ciudades un aire transgresor y un aspecto desenfadado, underground. Pero este es distinto. Las líneas gruesas que delimitan cada uno de los dibujos son un canto a la estabilidad, a la perfección, a un caos controlado que no contrasta con la sobriedad de las túnicas, los velos y los trajes típicos que lucen sus habitantes y que incluso hace brillar más el tono oliváceo de su piel.

Los graffitis duran apenas un año, pues cada agosto, cuando se celebra el Festival Cultural de Assilah, artistas de todo el mundo dejan su marca efímera y cambian el matiz de pigmentos de la ciudad, apuestan por la reivindicación o simplemente por la estética y adornan el camino hacia la muralla y el zoco de la urbe. Allí, los comerciantes salen a la calle enrollados en alfombras de distintos tamaños, formas y texturas para intentar captar la atención de alguno de los cientos de turistas que visitan Assilah. Las boticas, con sus juegos de menaje de orfebrería, brindan un sinfín de mezclas de plantas, ramas, especias y flores exóticas, según dicen, capaces de acabar con cualquier mal, desde un simple dolor de cabeza hasta el temido desamor.

Calle de la Medina de Assilah
Calle de la Medina de Assilah

La artesanía es otro de los medios de subsistencia de la mayoría de la gente que vive en Assilah, por ello numerosos arcileños aprovechan sus puestos callejeros y sus mejores trucos de retórica para ofrecer marroquinería, trajes hechos a mano e incluso collares confeccionados a base de coral. Y es que el mar es una de las vías de escape de esta ciudad que mira a Occidente. Ya en el siglo XV, cuando formaba parte de la colonia portuguesa, era uno de los principales centros comerciales en la ruta del oro sahariano y a día de hoy toda ella, a través de Bab el Bahr –o Puerta del Mar- parece desplomarse sobre los majestuosos acantilados que frenan los golpes y bramidos del mar. La estampa es sobrecogedora. Detrás de mí puedo intuir la quietud de la ciudad, y delante la fuerza de la naturaleza en toda su plenitud, porque desde este punto no se ve absolutamente a nadie y no se escucha nada más allá del rugido de las olas al abalanzarse sobre la rugosidad de la piedra. Supongo que la ausencia de gente en ese paraje se debe a que es Ramadán, el mes en el que los musulmanes practican el ayuno diario desde el alba hasta que se pone el sol, pero yo no puedo evitar el deseo de probar algún plato típico de aquella ciudad que durante siglos fue una fortaleza.

Medina de Assilah
Medina de Assilah

Atravieso la Puerta de Tierra o Bab El Homar con su imponente torreón almenado que separa la Medina del resto de Assilah y encuentro un riad, una casa típica, normalmente rehabilitada, donde se alquilan habitaciones y se sirven comidas. Zahira, una mujer de mediana edad, es quien la regenta y quien me abre las puertas de una estancia totalmente diáfana decorada con alfombras y tapices colmados de tonos rojos y formas geométricas que se cruzan y se separan continuamente.

Las mesas se elevan tan solo unos centímetros por encima de ese suelo enmoquetado y, a modo de sillas, se disponen varios cojines de distintos tamaños que cada uno coloca a merced de su comodidad. No hay nadie más en la sala y resulta casi incómodo probar la comida que sirven dos camareros ataviados con una chilaba de rayas grises que, probablemente, no probarán bocado hasta por la noche. Pero no pierden la sonrisa ni un momento y me instan amablemente a que saboree el tajine de pescado que me acaban de servir. No es ni más ni menos que un guiso típico marroquí de lubina con verduras que se cocina lentamente dentro de una olla cerámica, pero la combinación de especias, ras el hanout y harissa, una salsa picante propia del Magreb, logra recrear en mi paladar el ambiente de la vida en las calles marroquíes, de los niños jugando en la carretera sin importar la hora, sin miedo, de las telas brillantes que izan por bandera los comerciantes y que decoran hasta el rincón más ajado de cualquier ciudad. Pero, sobre todo, esos bocados tan condimentados, de olor dulzón y un picor característico que parece atrincherarse durante horas en la boca del estómago, me recuerdan también a la gente que puebla Assilah y la mayor parte del norte de África. Una gente sencilla, pero cargada de bondad y humildad que entiende la vida con una escala de valores bien distinta a la que domina Occidente, y disfruta a fondo del aquí y el ahora sin necesidad de bienes innecesarios, horarios asfixiantes y discursos vacíos.

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