ANTOLOGÍA DE LO QUE PUDO HABER SIDO Y YA NUNCA SERÁ

El verano hay que buscarlo entre estas hojas, abriendo el poemario en cualquier página. Por ejemplo, por ‘Septiembre, 24‘, con “la fatiga en los párpados, la irrealidad de un mundo que crepita sonámbulo por la hipnosis del sol”. O quizás, por ‘Octubre, 27‘, cuando “el aire es como el vientre tenso y cálido de un enorme mamífero”. Es la vida lenta y perezosa del estío, el peso del calor sobre el cuerpo semi-exánime, el dulce sopor del mediodía. Es La luz de otra manera, porque sólo de otra manera se puede literaturizar, sin desembocar en hastío, una mera y tibia tarde de verano. Es, entonces, la contemplación exterior, la constatación poética y logradísima de la atmósfera. Pero es también la observación desde dentro del propio cuerpo, que palpita y existe, mundano y paradójicamente lírico (“Con esta sola mano me fatigo al amarte desde lejos. Tendido bajo el viejo ventanal, espero a que el sudor se quede frío”).

Con este poemario comienza El sueño verdadero, la antología de uno de los autores más relevantes de la lírica contemporánea en España, Vicente Gallego, que recoge sus trabajos desde 1988 hasta 2002. Así, a La luz de otra manera le sigue, tras una pormenorizada reelaboración por parte del autor, La plata de los Días, en cuya primera parte continúa el autor versificando los ocasos aparentemente tediosos y vacíos, ahora lleno de miedos y preguntas (“me asusta el fantasma de un tiempo / que tendrá que venir, y que imagino / solamente poblado de emociones tranquilas, / porque temo que entonces el tabaco / no me dé este placer, / y me aburran las nubes, y la música”). Páginas adelante, poco a poco, el miedo al futuro se mezcla con la nostalgia por el pasado e incluso con cierto desprecio hacia el presente, pues “el futuro es un hambre, y el presente / no consigue saciar ese apetito”. Se puede advertir en este punto cierta transmigración desde “el yo” hacia “el hombre”, hacia la humanidad, y siembra Gallego el germen de la frase sentenciosa que poco a poco habitará su poesía casi por completo («y el hombre se avergüenza al preguntarse / qué insensato desprecio hacia sí mismo / o qué horrible torpeza lo ha llevado / a convertir su mundo en este infierno»).

No obstante, y a pesar de la redundancia temática, la lectura sigue siendo sugestiva, especialmente cuando se alcanza la que constituye para mí una de las vetas más originales en la poesía del autor: ‘Mis problemas con la mujeres’. Bajo este epígrafe se reúnen un conjunto de composiciones en las que el verso pierde solemnidad, pero gana en efectividad; asimismo, lo sublime deja espacio a lo coloquial (no por ello menos trascendente) y cualquier situación cotidiana es analizada contundente y agudamente por el poeta: «Pero el amor nos cambia, nos convierte en espías / ridículos del otro, en implacables jueces / que condenan sin pruebas y comparten / sus estúpidas penas con el reo. / El amor nos confunde y trata ahora / de que vea en tu fiesta una traición. (…) Ahora caigo en la cuenta de que dudas / como yo dudo a veces, y que también te aburres, / y que incluso algún día habrás soñado / follar como una loca con el tipo que anuncia / la colonia de moda.»

Sin embargo, a partir de este conjunto de raras avis que constituye ‘Mis problemas con las mujeres’, el lector descubre, estupefacto, que en lo que queda de libro sólo algunos poemas se salvarían de una hipotética quema. Resulta que Gallego decide abandonar toda posibilidad de explorar los derroteros que podría haber tomado su poesía, decide incluso acabar con las características más atractivas de su lírica, y en dios sabe qué afán de trascendencia,  se dedica a copiar cuasi marrulleramente a los clásicos en un tristísimo quiero y no puedo absolutamente falto de originalidad. Sirva de ejemplo esta aséptica estrofa elegida al azar: “Si supieran del luto las estrellas / si un instante pudiéramos / con sus ojos mirar el mundo nuestro”.

Ninguna composición cautiva, la comunicación poeta-lector va bajando de volumen hasta enmudecerse, y Santa Deriva, el último de los poemarios de la antología, se reduce por tanto a una sucesión de líneas de texto que ni siquiera llegan a resultar tediosas porque deviene en imposible leer más de diez sin soltar el libro con absoluto desencanto. Y a pesar de que el premio que la Fundación Loewe otorgó al poemario pudiera sugerir lo contrario, ahora sí que tiene sentido sentir nostalgia por el pasado y miedo por el futuro. Y la peor  de las nostalgias posibles es aquella que se experimenta por algo que, alcanzado casi con la punta de los dedos, visto dibujarse tan sólo unos pasos adelante, ya nunca es posible que acontezca.

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