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Van Gogh y Gauguin. Escríbeme, pero no me hables

«Ahora, sin embargo, veo vagamente acercárseme por el horizonte la esperanza, esa esperanza eclipsada que a veces, en mi vida solitaria, me ha dado consuelo». (Vincent van Gogh a Paul Gauguin, octubre de 1888. «Cartas, 1888-1890», La micro, 2015).

Una vez, Vincent van Gogh tuvo un sueño. No de noche, a oscuras, dormido y alejado del frío suelo, de las botas marrones que pintaría. Tuvo un sueño con los ojos muy abiertos, esos pequeños ojos chispeantes que nunca cesaban de observar su alrededor. Soñó con los ojos muy abiertos y el entusiasmo vivo. Porque soñar dormido es de inconscientes, pero soñar despierto, eso es sólo para los locos y los apasionados.

Van Gogh pintando girasoles · Gauguin · 1888 · Óleo sobre lienzo
Van Gogh pintando girasoles · Gauguin · 1888 · Óleo sobre lienzo.

Vincent van Gogh amaba la vida y amaba el arte. Amaba la conjunción de ambas cosas, pues esta fue su vocación, perezosa en aparecer pero firme, y a ella dedicó su trabajo y sus desvelos. Mas ansiaba amar algo que no llegó a conocer: su sueño cumplido. El sueño de unir su vida y su arte a la vida y el arte de sus contemporáneos: la creación de una comunidad de pintores que trabajasen juntos, habitasen un mismo espacio lleno de lienzos, experimentos pictóricos y experiencias vitales. Una escuela donde todos fueran alumnos y maestros, compañeros. Un cálido templo donde los pintores fueran consagrados sacerdotes que rezasen día a día con sus pinceles a las musas.

Ese templo, que durante años había existido solamente en su imaginación y en sus metas, logró bajar del Parnaso a la Tierra. Pero sólo permaneció en ella dos meses.

«Vincent y yo no podemos en modo alguno convivir sin que surjan problemas debidos a una incompatibilidad de caracteres, y tanto él como yo necesitamos tranquilidad para trabajar». (Paul Gauguin a Theo Van Gogh, diciembre de 1888).

La joven editorial La micro publicó, en diciembre de 2015, la correspondencia que mantuvieron Vincent van Gogh y Paul Gauguin entre 1888 y 1890; entre la brusca despedida que tuvo lugar tras la convivencia de ambos en ese frágil templo que soñó el holandés y su muerte, dos años después. Cartas, 1888-1890 incluye también, como un complemento que fue esencial en la historia, algunas epístolas que tanto el pintor postimpresionista como el pintor primitivo enviaron a Theo van Gogh, paciente sostén de su hermano y marchante de arte en aquellos años.

Carta de Van Gogh a Guguin, 17 de octubre de 1888
Carta de Van Gogh a Gauguin, 17 de octubre de 1888.

En mayo de 1888, tras dejar París y su bohemia y establecerse en Arlés, Vincent van Gogh alquiló una casa, cerrada y deshabitada desde hacía bastante tiempo, situada en el número dos de la Place Lamartine. La pintó de amarillo, y decidió que su destino sería convertirse en el gran estudio que ansiaba compartir con otros pintores, su futura familia artística, de la que nacería una asociación encabezada, como «primer marchante-apóstol», por Theo Van Gogh. A esta llamada, rebosante de una ilusión irreal, y tras varios intentos, únicamente acudió Paul Gauguin, para quien aquella estancia en Arlés no supondría más que una breve etapa más en su carrera a la espera de poder regresar al salvaje trópico, a su incesante e inabarcable paraíso.

El carácter y la personalidad de ambos pintores era muy diferente, y sus polos opuestos no eran de los que se atraían. Su distinta concepción de la pintura marcaba ya su difícil encaje: «Para Gauguin –escribe Juan Ángel López-Manzanares en la introducción de Cartas, 1888-1890–, el arte constituía una abstracción extraída de la naturaleza mientras se la sueña. Van Gogh, por el contrario, prefería atenerse a lo real, a lo humilde, sugiriendo a través del color o la vivacidad de la pintura su vertiente espiritual». Donde Van Gogh buscaba hermandad, Gauguin veía competición. Sus intereses no miraban en la misma dirección, y las discusiones fueron mucho más frecuentes que los debates artísticos. Constantes choques entre dos apasionados trenes, desilusión, enfados, rabia deshecha en óleo. Expectativas frustradas, sueño tornado en pesadilla. El día de Navidad de 1888, dos días después de la crisis que llevó a Van Gogh a cortarse una oreja, Paul Gauguin abandonó la Casa Amarilla.

«Ahora tengo remordimientos por haber provocado tal vez su partida […]. En cualquier caso, nos tenemos bastante afecto, espero, para poder todavía volver a empezar incluso por necesidad si la miseria, por desgracia siempre presente para nosotros artistas sin capital, requiriera tal medida». (Vincent van Gogh a Paul Gauguin, enero de 1889).

¿Qué tenían, qué podrían querer decirse, después de esto, Vincent van Gogh y Paul Gauguin? Leyendo Cartas, 1888-1890, la cuidada e ilustrada recopilación de su correspondencia, encontramos que su relación epistolar tenía más futuro que su relación personal aunque, inevitablemente, las personas que escribían eran las mismas que habían convivido meses atrás, y las diferencias que les separaron de forma irreparable surgieron también sobre el papel. No obstante, fue la muerte de Van Gogh, y no su naturaleza de agua y aceite, quien interrumpió la irregular pero continua correspondencia. La seria cordialidad, impropia de quienes en un espacio de tiempo tan breve llegaron a conocerse tan bien, empapa gran parte de estas misivas; cuyo contenido aguarda a ser descubierto, bajo el formato de un sobre, en este libro.

Portada

Andrea Reyes de Prado

«Lo que permanece lo fundan los poetas» (F. Hölderlin).
Humanista, curiosa, bibliófila, dibujante y extemporánea.

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