Don Diego de Zama camina despacio, insertado en una fila de habitantes de Asunción, la que ahora es capital de Paraguay, donde ejerce como oficial de la Corona de España. Ahí, en la Asunción colonial del siglo XVII, en el corazón de Diego de Zama, habita el dolor. Está en todas las calles, en la orilla de la playa, recorre los lugares en los que los indígenas realizan sus ritos. Él lo sabe, es consciente: representa a un mundo que está aplastando a otro, y el pelo empieza a desprenderse de su corona capilar, y ni las pelucas blancas, níveas, tan falsas, pueden ya ocultar que su vida le pesa. Pero ahí está, en la fila, y un niño aupado en una carretilla lo mira fijamente, para decirle en tono profético que él es Don Diego de Zama, el inquebrantable… el hombre que liderará al pueblo.
Lucrecia Martel llevaba demasiados años sin rodar un largometraje. Digo demasiados porque es así, son más de los soportables, unos nueve años que de tan estirados parecía que iban a quebrarse en cientos de miles de pedazos. La cosa empezó allá por 2001 con La Ciénaga, el retrato dolorido de la autora de Salta, su ciudad natal. Después vino La niña santa, y luego La mujer rubia, y uno podría pensar que esta cineasta argentina estaba destinada a convertirse en una de las grandes, con esa valerosa capacidad para dominar la escena, para generar escenarios poéticos sin dificultad. Pero después vino el silencio, y lo único que lo sucedió fue todavía más silencio.
Solo se puede pensar que el silencio es una cosa lógica si lo que lo sucede, si las inmediatas palabras que vienen después, hacen que haya merecido la pena. En cierto modo, nadie dudaba que Martel rompería su silencio de una forma tan elegante como la que ha empleado, rodando una película de la majestuosidad y el ímpetu de Zama. Una historia mastodóntica sobre el destierro, sobre la incapacidad de sobreponerse a las circunstancias a la que las personas deben enfrentarse con desafortunada frecuencia.
La cinta, basada en la novela de Antonio di Benedetto (es la primera vez que Lucrecia Martel escribe un guion adaptado, sus tres primeras películas fueron, pues, originales suyos), está protagonizada por el intérprete Daniel Giménez Cacho (Blancanieves, Y tu mamá también). En el papel de Diego de Zama, Giménez Cacho ofrece un trabajo meticuloso, surcado por el dolor y la ansiedad que produce la incapacidad de escapar del núcleo de la infelicidad. Envuelto en escenarios de una belleza inapelable, Zama, en su larguísima espera para ser trasladado desde Asunción a Buenos Aires en recompensa por su largo y eficaz trabajo en dicha colonia española, enfrenta la contradicción existente entre dicha belleza y la sequedad agria de su vida personal.
A lo largo de su travesía, de su odisea colonial, Zama pierde compañeros bien por el anzuelo de la muerte o el de la rivalidad, y encuentra un pequeño haz de luz en la histriónica Luciana Piñares de Luenga (interpretada por Lola Dueñas), una dama española que lo absorbe para abandonarlo a su suerte, tan atiborrado de soledad y mucho más despojado de sus energías de lo que lo estaba cuando la encontró. El trío principal de personajes lo completa Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele), el supuesto villano del film que pronto se destapa ya no solo como un hombre mucho más complejo de lo que la rumorología le concede, sino como uno de los mayores vestigios de humanidad que pueblan la cinta.
El exhibicionismo del retrato psicológico
Lucrecia Martel presta especial atención al diseño psicológico de sus personajes, y pone para ello todos los recursos cinematográficos al servicio de este propósito. Zama está poblada de primeros planos faciales que, en caso de que la conversación que tiene lugar solo tenga interés por una de las dos partes, no tiran nunca de contraplanos dialogales. La imagen se mantiene fija en el personaje que interesa (Diego de Zama, mayormente), tanto cuando habla como cuando escucha, y podemos ver en su cara el dibujo de sus emociones, con esa expresividad contenida que se concede Giménez Cacho.
Además, a nivel técnico, Martel también emplea con mucha frecuencia los planos fijos, sin movimiento de cámara, lo que otorga a la película una apariencia pictórica importante. Ella diseña sus composiciones, encuadra lo que quiere contar y es ahí, entre esos cuatro límites, donde suceden las cosas. Zama es una proeza artística, y es en este campo en el que la cinta se eleva hasta cotas inimaginables. El empleo de la luz, de tan pulcra y blanca al inicio a penumbrosa y plagada de tinieblas en ciertos tramos del film, es casi tan extraordinario como lo es el uso del color, decididamente vivo y expresionista, aunque con una pátina de suavidad que lo maquilla, que le proporciona belleza formal.
En definitiva, el regreso de Lucrecia Martel al universo del largometraje no podría haber sido concebido como algo tan inmensamente triunfal. Zama es un producto artesano, un ejercicio de puro cine diseñado para aquellos capaces de deleitarse con la maleabilidad de la narrativa, con el virtuosismo en el manejo de la cámara, con la búsqueda de nuevos formatos para contar cosas. En el tintero, un anhelo: que no pasen nueve años más.