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Una road movie hacia Cala Rajá

Cala Rajá, en Cabo de Gata
Playa de Cala Rajá, en Cabo de Gata.

En el coche suena Maldito Alcohol, de Pitbull y Afrojak, y Marcela —Marce— Gremoliche la canta a pleno pulmón mientras dentro esperamos a que sus hijos terminen de meter las últimas cosas en el maletero. Pitbull es su cantante favorito, ella la madre de mi amigo Juan Cruz —Pipo—. Y ambos, junto a María Paz —Mari— (la más pequeña de los tres hijos y nuestra conductora), son mis particulares guías turísticos en este road trip a la española. Nuestro destino es Cala Rajá, una de las playas vírgenes menos conocidas del Parque Natural de Cabo de Gata. El único inconveniente es que el día no acompaña: por ser sábado, que es cuando más afluencia de bañistas hay, y por el inoportuno viento almeriense, que siempre logra encerrar en casa a cualquier buen playero que se precie. Pero lo bueno de ir con residentes es que conocen mejor que nadie todos los trucos para combatir las inclemencias del tiempo.

Vídeo de Cala Rajá y los alrededores del Arrecife de las Sirenas.

Almería, además de ser la reina indestronable de las tapas, también es, junto con Cádiz, la provincia española con más rachas de viento, unas que pueden llegar a durar hasta semanas y que hacen que sea inútil plantar la sombrilla en la arena. Pero no todo está perdido si las ganas de playa son irrefrenables. Por ello, cuando hace viento de levante, se recomienda ir a playas amplias como La Fabriquilla, la de las Salinas o la de Retamar. En cambio, si hace poniente, lo ideal es ir a calas pequeñas y resguardadas como Los Escullos, la playa de Los Muertos, Cala Arena o, en nuestro caso, Cala Rajá.

Marce siempre dice, con su leve acento argentino, que para ir de calas “hay que salir muy temprano, cuando aún es de noche, y llevar escarpines y un esnórquel”. Y razón no le falta, porque a las 10 de la mañana ya no cabe un alfiler (ni en la playa ni en el parking), y no bucear en sus aguas cristalinas es como ir al McDonald´s y pedir ensalada. Hace un tiempo, estas calas eran prácticamente desconocidas e inaccesibles. Cuando Marce llegó con sus hijos a España desde la localidad argentina de Palmira, en Mendoza, hace ya veinte años, apenas se conocían la mitad de las calas, y la otra mitad estaba prácticamente desierta. A algunas solo se podía ir en kayak o piragua. Sin embargo, ahora hay autobuses y barcas a precios de oro para que los turistas puedan bañarse en ellas y sentirse los protagonistas de un capítulo de The White Lotus. Se han masificado tanto, que los diferentes ayuntamientos de la zona se han visto obligados a restringir el acceso estableciendo un horario y un precio en los aparcamientos y en las propias playas con el fin de reducir el aforo.

Cala Rajá. R. P.
Marce. R. P.

Ya en las afueras de Roquetas de Mar, el pueblo donde viven, paramos a repostar en la gasolinera donde nos espera parte de la familia de Pipo: su tía, su prima y las hijas de esta, Le y Guada. A excepción de su tía, ninguna conserva el acento argentino, salvo por algún “pelotudo” o “boluda” que se escapa sin más. A la altura de Aguadulce, Google Maps nos recuerda que aún nos queda una hora y media de trayecto, pero es algo a lo que ya están acostumbrados en casa de Marce. No en vano hacen este recorrido —si no otro del estilo— cada fin de semana, siempre en busca de alguna nueva cala donde pasar el día en familia.

El tramo de carretera hasta llegar a Cala Rajá es una sucesión de pueblos en el mapa, todos muy cerca entre sí. La playlist de Pipo sigue sonando sin descanso. Pignoise, Melocos, Amaral, Bad Bunny… Una a una coreamos las canciones mientras los kilómetros se consumen. No es mi primera vez en Almería. Cuando era pequeña mi familia y yo solíamos veranear aquí, pero de eso ya hace mucho y ahora todo lo veo diferente. A la izquierda, observo unas plantas muy particulares que parecen sacadas de cualquier spaghetti western. “Son pitas”, me explica Pipo. La mayoría se encuentran en el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, suponiendo para la zona un particular sello de identidad. Nada más lejos de la realidad. No son autóctonas de la provincia, ni tan siquiera del país. Se trata de una especia exótica originaria de México y el sur de Estados Unidos.

El paisaje es muy árido, casi yermo, más propio de Australia que de cualquier rincón de España. No parece que detrás de todas esas formaciones rocosas y árboles anémicos esté el azul del mar. A la derecha, sin embargo, donde las pitas han sido sustituidas por un desierto infinito y brillante, se observa otro mar que no es el Mediterráneo. Se trata de los invernaderos que hacen posible que a Almería se la conozca, desde el año 2020, como la ‘huerta de Europa’. Esta composición, visible incluso desde el espacio, es la segunda más grande del mundo. Hace mucho que los invernaderos en Almería se transformaron en esto que es ahora: un ancho mar de plástico.

Uno de los senderos que llevan hasta la playa. R. P.

Desviándonos algunos kilómetros al oeste, encontramos Las Hortichuelas. En esta pequeña localidad próxima a Níjar vivía Gabriel Cruz, el pequeño que en febrero de 2018 desapareció y fue asesinado a manos de la pareja de su padre, Ana Julia Quezada, en una finca familiar cerca de Las Negras. En esta época del año son muchos los coches que tienen que pasar por aquí para intentar llegar antes, y de manera más segura, al pequeño pueblo de Cabo de Gata que, tradicionalmente, ha sido de pescadores primero y de la industria de las salinas después. Actualmente, casi no vive nadie y las típicas casitas blancas solo se ocupan para veranear.

Casi hemos llegado a Las Salinas, así nos lo hacen saber las casi 40 especies distintas de flamencos rosados que se distinguen a lo lejos, unas aves que, en sus movimientos migratorios, se han convertido en los protagonistas indiscutibles del lugar. En Almería no se puede —o no se debe— beber agua del grifo, sabe muy mal y lo desaconsejan por su alto contenido de cal. Así que, cuando llegamos al pueblo, hacemos una segunda parada para comprar algunas botellas en una tienda 24 horas y continuamos el camino. Esta vez con Shakira.

Cabo de Gata siempre ha sido un escenario muy codiciado para llevar a la ficción (un capítulo de La Casa de Papel se grabó en la playa de Las Salinas). Pero de todas las películas rodadas aquí, hay una en la que los paisajes y el húmedo clima se sienten mejor que en ninguna otra: Vivir es fácil con los ojos cerrados, donde Javier Cámara viaja en su icónico SEAT verde hasta Almería para conocer a John Lennon.

Cala Rajá. R. P.
Ruta de kayak. Nattivus.

Una road movie parecida a la nuestra, pero sin Goya y cambiando el SEAT verde de los 60 por un Clío Blanco de los 2000. Y así, disfrutando de estas vistas de cine, dejamos atrás la Iglesia de la Almadraba y el Arrecife de las Sirenas. La recta final es bastante complicada, y también la mayor pesadilla de todo aquel que no disponga de un 4×4, al ser un camino estrechísimo lleno de pozos y rocas. Una road movie parecida a la nuestra, pero sin Goya y cambiando el SEAT verde de los 60 por un Clío Blanco de los 2000. Y así, disfrutando de estas vistas de cine, dejamos atrás la Iglesia de la Almadraba y el Arrecife de las Sirenas. La recta final es bastante complicada, y también la mayor pesadilla de todo aquel que no disponga de un 4×4, al ser un camino estrechísimo lleno de pozos y rocas.

A Cala Rajá acuden, sobre todo, familias con niños y parejas. Muchas parejas que vienen, sobre todo, aprovechando la intimidad y la ausente mirada de unos bañistas que casi nunca llegan a ser más de diez. Es una cala virgen, entonces se permite ir con perros, aunque no es lo habitual. Pero justo a nuestro lado hay un simpático Golden Retriever que quiere hacerse mi amigo, y yo accedo. Me siento en cualquier otra parte, alejada totalmente de la Almería desierta y árida del trayecto, con ese viento que hacía temblar todo. Aquí no corre el aire, la marea está muy baja y los peces de colores se acercan a mis pies, protegidos por escarpines. Intentar entrar en el agua con ellos descubiertos es misión imposible, pues las piedras te arden en la planta como si tuvieras clavos. Unos se tiran al agua desde lo más alto de la roca que hay en el centro, que cuando hace levante desaparece por completo; Marce, su hermana y su sobrina beben mate al sol y se lo van pasando; y otros, por su parte, escalan el acantilado y hacen fotos desde arriba, pues este pequeño paraíso colinda con otros muchos.

Algunas pitas propias del lugar. R.P .
Pipo y Marce en la de aparcamientos de la cala. R. P.

En Cabo de Gata hay 45 calas que son, según The New York Times, “el paraíso del Sur de Europa”, y puede que de todas ellas Cala Rajá no sea la mejor, pero sí es esa amiga hippie a la que acudir cuando hay tormenta. Y es que todo ha merecido la pena, más aún las largas horas de coche. Porque, al final, la mejor forma de matar el tiempo en un road trip no es dormir ni hacer fotos, sino disfrutar del paisaje, sentir el poniente y, por supuesto, cantar a pleno pulmón —y que Bisbal me perdone— cualquier tema de Pitbull. 

Raquel Pablo Alcalá

Graduada en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Siempre entre páginas y acordes, y sin perder el sur como norte.

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