Una batalla tras otra: Arriesgar y ganar contando la revolución

Leonardo DiCaprio en 'Una batalla tras otra'. / Warner Bros
Leonardo DiCaprio en 'Una batalla tras otra'. / Warner Bros

Más allá de la provocación y la sátira, Anderson logra dar sentido dentro de una trama trepidante que hace que sus casi tres horas de metraje se sientan sorprendentemente ligeras.

El regreso de Paul Thomas Anderson con Una batalla tras otra se ha convertido en el gran acontecimiento cinematográfico del año. No es para menos: el director estadounidense vuelve cuatro años después de Licorice Pizza, aquel brillante coming of age que lo llevó a los Oscar. En esta ocasión, lo hace con un presupuesto que supera los 100 millones de dólares y un reparto de primer nivel encabezado por Leonardo DiCaprio o Sean Penn, entre otros grandes nombres. Crítica y público coinciden en su entusiasmo, y figuras tan influyentes como Steven Spielberg han elogiado la película, calificándola de “increíble”.

Una obra rodeada por el riesgo

Aunque la película contaba con todos los ingredientes para ser un éxito rotundo, su lanzamiento generó algunas dudas. La estrategia de promoción resultó, como mínimo, llamativa: se alejó de los esquemas más tradicionales y apostó claramente por conectar con un público joven. La inclusión de algunos personajes como skins en el popular videojuego Fortnite despertó numerosos comentarios; si bien es algo habitual en grandes franquicias del entretenimiento, nadie esperaba verlo en una cinta de Paul Thomas Anderson. También destacó la presencia en TikTok de la actriz Chase Infiniti, que desde una cuenta personal y a través de retos y tendencias de moda, contribuyó de forma orgánica a la promoción de la película.

Pero la apuesta de Anderson no se limita a la promoción: la propia premisa de Una batalla tras otra es arriesgada. El director y guionista firma una historia con un trasfondo político de extrema actualidad, en la que la inmigración y las redadas juegan un papel central, en el mismo verano en que estos operativos se han intensificado drásticamente, con un Donald Trump que libra una guerra abierta y propagandística, a través del ICE, contra los extranjeros en situación irregular. También en el tono hay riesgo: bajo la apariencia de un blockbuster, Anderson introduce elementos de ese género tan delicado que es la comedia negra, así como otros tan de nicho como el blaxploitation.

La película despliega ideas tan insólitas como un grupo de monjas afroamericanas que gestionan una plantación de cannabis mientras mantienen una estricta disciplina militar, o una sociedad secreta de supremacistas blancos que lleva la noción de pureza racial y moral hasta el extremo. Más allá de la provocación y la sátira, Anderson logra darles sentido dentro de una trama trepidante que hace que sus casi tres horas de metraje se sientan sorprendentemente ligeras.

Sus personajes son también un maravilloso hilo conductor que da forma a la trama y al tono. Leonardo DiCaprio, como ese revolucionario paranoico y atormentado al que sus vicios le ponen en jaque, pero que como un padre coraje —si es que tal concepto existe— tira hacia delante con esos matices de El gran Lebowski que tantos ya han señalado. Regina Hall, un torbellino idealista, que cree en lo que piensa y hace hasta la última consecuencia, y es esto lo que le mueve, hasta que la situación le apresa en sus contradicciones. También un Sean Penn muy pasado de rosca, al que su visceralidad le da y le quita a partes iguales, o un Benicio del Toro, quien ya sabe qué es la revolución, pues interpretó de la mano de la mano Soderbergh al revolucionario más famoso de la historia, pero que aquí se pone en la piel de casi un líder tribal, que demuestra la importancia de organizarse en comunidad ante las fuerzas opresoras.

Jonny Greenwood vuelve a encargarse de la banda sonora, y, como es habitual en la filmografía de Anderson, la música asume un papel esencial, cargando de tensión cada secuencia. Su presencia no es meramente decorativa: acompaña una dirección que, pese a coquetear con la comedia y la exageración, logra asfixiar al espectador con su atmósfera y su violencia, a veces contenida y otras más evidente. Y ahí reside quizás su mayor virtud: en cómo transforma su valentía como realizador en una experiencia tan brutal como divertida. Porque como reza la propia película, «la libertad es no tener miedo, como el puto Tom Cruise».

No todo es perfecto. El tono político, pese a ser un eje fundamental de la historia, resulta por momentos excesivamente difuso, incluso dentro de la sátira. Más allá de la opresión hacia las mujeres o personas migrantes —una problemática presente en tantas sociedades—, la película no profundiza en las acciones ni en la cosmovisión del régimen dictatorial contra el que los personajes llevan más de quince años luchando. Esa falta de concreción termina por diluir el conflicto, que acaba pareciendo más una abstracción moral —una suerte de mal inherente— encarnada tanto en el personaje de Penn como en la sociedad secreta. En consecuencia, tampoco quedan claros los objetivos de la revolución, de la que conocemos con detalle su sofisticado sistema de ocultamiento y encriptación, pero poco sobre su verdadero propósito o ideología.

Pese a todo, resulta imposible no reconocerla como uno de los grandes fenómenos cinematográficos del año. Paul Thomas Anderson arriesga y gana con su valiente propuesta, y demuestra que sigue en plena forma, y el simple hecho de que continúe apostando por hacer cine ya es motivo de celebración. Quedará por ver si esta obra logra conectar también con los criterios —y los corazones— de los jurados de los premios más prestigiosos, del mismo modo que lo ha hecho con el público. No todas las revoluciones necesitan ganar para ser memorables; algunas, como la de Anderson, se justifican sólo por el placer de seguir luchando —una batalla tras otra— contra el miedo a repetirnos.

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