Un lugar donde (no) quedarse

«- A lo largo de mi vida me he enganchado a todas las drogas menos al tabaco.
– Eso es porque nunca has llegado a crecer del todo».

Como si de un niño pequeño se tratase, Paolo Sorrentino va dibujando garabatos a lo largo de Un lugar para quedarse (This must be the place), el film en el que Sean Penn da vida a una excéntrica y retirada estrella del rock. Cheyenne (el personaje de Penn) vive en Dublín y sigue vistiendo y maquillándose igual que cuando daba conciertos y tocaba con Mick Jagger. Todo cambia cuando recibe una llamada desde Nueva York para anunciarle que su padre ha muerto.

 Sorrentino ha hecho toda un road movie bajo la excusa de la vieja estrella rockera que harta de todo decide cambiar la rutina que le tiene asfixiado después de 20 años sin tocar. Del espectáculo al holocausto viajamos junto a un Sean Penn muy bien caracterizado; su voz (en versión original), su pelo y su maquillaje forman un tándem perfecto que propician una conexión inmediata entre Cheyenne y el espectador. Bajo todo ese “disfraz” encontramos a un personaje lleno de magia y vulnerabilidad.

El problema llega cuando toda esa caracterización parece una excusa para hablar del holocausto
y de cómo una persona se ha pasado toda su vida buscando a su verdugo para reclamar venganza. Cheyenne decide llevar a cabo el trabajo que no había conseguido terminar su padre. Y aquí es cuando comienza a fallar el film. Va de más a menos sin conseguir establecer un punto medio en el que el espectador pueda disfrutar de la película. Las imágenes y la música tan bellas en su ejecución ayudan a contrarrestar los problemas que surgen de la narración.

En definitiva, Sorrentino ha hecho un film lleno de belleza al que quizás le han sobrado garabatos, dibujos mal trazados, y saltos de líneas imposibles que provocan un hastío y aburrimiento final sólo salvable por la gran actuación de Sean Penn.

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