Redford, exguaperas profesor de historia

Los norteamericanos nos han estado bombardeando con su pasado histórico desde que el cine es cine, tanto, que nos la sabemos de “pe” a “pa”. Por norma general, son los conflictos bélicos y sus consecuencias los que más les suelen gustar plasmar en la gran pantalla, sobre todo, si éstos aparecen bañados en tintes conspirativos o encierran alguna traición política escandalosa.  Las razones de éstas supuestas lecciones de historia pueden ser varias: fomentar el sentimiento patriótico, dar su propia visión de los hechos o, en casos más excepcionales, realizar algún tipo de denuncia o crítica.

Esto último es lo que ocurre en La Conspiración, película en la que su director, Robert Redford, retoma un acontecimiento célebre de la historia de su país para intentar conseguir que el público se cuestione por su presente.

El final de la Guerra de Secesión estadounidense es el contexto en el que Redford sitúa la acción de su sexta película como director. El que reinó como sexsymbol durante los 60 y 70 vuelve después de Lobos por corderos a mostrarnos su lado más comprometido en este drama histórico-judicial que nos remonta al asesinato de Abraham  Lyncoln a manos del actor sudista John Wilkes Booth.

Partiendo de esta premisa, el film se centra en un suceso casi desconocido, la de las ocho personas acusadas de conspirar para matar al presidente, al vicepresidente y al secretario de Estado. Entre ellas una mujer, Mary Surrat (Robyn Wright), que regenta la pensión donde, supuestamente, se planearon los magnicidios.

Paul Bratter, Denys Finch-Hatton, Sundance Kid o lo que es lo mismo, Robert Redford,  realiza una película de factura impecable, de tono serio y puesta en escena clásica que, mal que le pese, tiende a caer en los clichés típicos de los films de juicios. Uno de ellos, el del falso culpable, en este caso Mary Surrat. Su abogado Frederick Aiken (James MacAvoy), en un principio no cree en su inocencia pero poco a poco se da cuenta de que, en realidad, está siendo utilizada para capturar a su hijo John (Johnny Simmons), el  único conspirador que ha puesto los pies en polvorosa.

Después de, aproximadamente, dos horas de metraje, podemos decir que Redford hace de profesor de historia en una película que, dada la repetición de lugares comunes, carece de grandes sorpresas. A la larga, consigue no decaer en ritmo gracias a contar, en la mayoría de las escenas, con unas sólidas interpretaciones.

Como decíamos al principio, la faceta comprometida del cineasta está presente y, bajo una cuidada fotografía, se pueden llegar a atisbar sus ansias de denuncia. En definitiva, el film le sirve como un intento de dirigir una lanza contra el sentido de justicia de la sociedad norteamericana actual, el cual, a veces, como sabemos, tiende a tambalearse.

 

                               

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