Forjar con convicción una creencia no es tarea sencilla. Normalmente, al comienzo de la vida esta viene dada por el entorno familiar, luego pasan a tener mucha importancia las amistades y, con el paso de los años, la experiencia, que como se dice popularmente es un grado, te sitúa en el lugar adecuado. A sus 81 años, Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) ha vivido mucho y ha aprendido mucho y de muchos. Alrededor de los autores que construyeron su pensamiento liberal actual circula La llamada de la tribu (Alfaguara), su autobiografía intelectual, que presentó en Madrid en rueda de prensa el pasado 28 de febrero.
El liberalismo como guía de su manera de pensar no llegó hasta la década de los 70, cuando vivía en Londres, pero el Nobel de Literatura peruano se interesó desde pequeño por la política. Concretamente por la ideología opuesta, el comunismo. La culpa la tiene el golpe de Estado que en el año 1948 el general Odría perpetró en Perú contra el presidente democrático José Luis Bustamante Rivero, que además era pariente de su familia. Odría instauró un régimen muy represivo, otro más en América Latina y, como tantos otros jóvenes, Vargas Llosa comenzó a ver en el socialismo y el comunismo la salida a todas las injusticias y horrores que observaba en las dictaduras militares implantadas por Estados Unidos.
Así pues, tomó la decisión de ir a la Universidad de San Marcos, popular y con fama de subversiva, con el objetivo de afiliarse a una célula comunista, lo cual hizo, y en la que militó un año estudiando el marxismo y la corriente estalinista de la época. No obstante, su lectura de Sartre y los existencialistas franceses le hicieron ver, en sus propias palabras, «el sectarismo y el dogmatismo del pequeño grupo comunista clandestino del que formaba parte». Y lo abandonó.
Pero no abandonó su entusiasmo por el socialismo, que se fortaleció aun más con el triunfo de la Revolución Cubana, en la que veía «un socialismo no sectario, abierto, que permitiría la discrepancia y la diversidad». Durante los años 60, Vargas Llosa viajó cinco veces a Cuba como periodista, las primeras completamente emocionado, y las últimas muy decepcionado con el transcurrir de la revolución, sobre todo cuando se enteró de la creación de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), nombre dado a los campos de concentración en los cuales el Régimen confinó a sus opositores, a delincuentes comunes y a homosexuales, grupo este último en el que el escritor tenía varios amigos poetas.
Por ello escribió una carta privada a Fidel Castro expresándole su perplejidad, que fue contestada con la invitación del mandatario cubano a reunirse con él. Fue la única vez que Vargas Llosa se encontró en persona con Castro. Durante doce horas se reunieron y comentaron sus diferentes puntos de vista, pero el autor peruano salió aún más escéptico de lo que entró. A partir de entonces su distanciamiento con el socialismo cubano aumentó, hasta que el caso Padilla -el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, que tuvo que retractarse a la salida de la cárcel de todo lo que había dicho en su producción literaria anterior- provocó el cisma definitivo y una gran crisis que sacudió todos los cimientos sobre los que había asentado su pensamiento. «Me sentí como deben sentirse los curas que cuelgan los hábitos», reconoció el escritor ante los medios.
Londres, el epicentro de su conversión
Ya en Londres, en pleno gobierno de Margaret Thatcher en la década de los 70, su pensamiento político tornó hacia el liberalismo gracias a la lectura de los siete pensadores que forman La llamada de la tribu -Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Joan François Revel- algunos de los cuales eran promulgados por Thatcher.
Fue un momento crucial en la vida del escritor peruano, en el que confirmó lo que ya venía pensando desde hace tiempo. Que «la democracia no era como le decía la izquierda comunista, sino lo que permitía que se viviera en una sociedad en la que se podía discrepar, o cambiar los gobernantes de una forma civilizada a través de las elecciones».
Desde entonces Vargas Llosa se ha convertido en un defensor acérrimo del liberalismo, al que no califica como una ideología sino como «una doctrina que parte de algunas convicciones firmes y dentro de las cuales hay enormes discrepancias», reflejadas de manera clara en el desarrollo de este libro. Sin embargo, para el Nobel, estas «no producen una guerra civil entre los diferentes autores porque el otro principio básico del liberalismo es la tolerancia, aceptar la posibilidad del error en las propias convicciones y el acierto en las de los adversarios».
Por contra, una idea compartida por todos y por él mismo es que el mayor peligro para la libertad proviene del Estado, al cual no se le puede dejar demasiado poder porque empieza a restringir derechos y libertades fundamentales. «La libertad es indivisible y debe avanzar en todos los campos de manera igual para ser eficaz», aseguró.
Vargas Llosa no puede entender, además, el ataque continuo a esta doctrina por parte de la izquierda y la derecha. Unos la acusan de conservadora y reaccionaria. Otros de reformista. «El liberalismo y la democracia son inseparables, pues es el motor que hace que esta sea más justa», concluyó con rotundidad el periodista y escritor peruano.