Una tarde de sábado, de paraguas, de ánimo introspectivo. Un pequeño cine en el céntrico barrio de Argüelles. La sala amplia, pero recogida, donde una veintena de anónimas almas se recogen al calor de las luces y sombras de la gran pantalla. Una panorámica oblicua entre sus butacas, un par de planos cerrados sobre algún rostro y un barrido previo al encuadre final, Madrid, 1987, de David Trueba.
Sin intención de homenajes, Trueba realiza en su nueva película un ejercicio fílmico sencillo e íntimo con reminiscencias a la noveulle vague y la filmografía de Rohmer. Cine dentro de cine en el que prepondera también una mirada documental que recuerda a sus conversaciones con Fernando Fernán-Gómez. Algo del actor predomina en el personaje de José Sacristán, un veterano periodista de vuelta de todo, que tropieza con una estudiante de periodismo con las ilusiones impolutas, interpretada por María Valverde.
Encerrados en un baño, desnudos y cada vez más mermados por el calor veraniego y las aristas de sus opuestas personalidades, los protagonistas personificarán una crónica particular del Madrid de finales de la Transición. El relato agridulce de quien vocea el término de toda una época y las ilusiones y esperanzas del relevo generacional testimonian una decepción muy acorde con el contexto en el que le ha tocado perseguir sus sueños a la juventud del nuevo siglo.
Trueba recupera a un José Sacristán inmenso, cuyo discurso y pedantería, en ocasiones excesiva, está bien contrarrestada por la expresividad de Valverde. Su aparente papel de Lolita, en el que casi la encasillan, se rompe y desaparece con su contención y acertada sentencia como metáfora de la alumna que tiene mucho que enseñar al maestro. Sólo se le puede reprochar al guión o al artífice del mismo esa tendencia al uso del sexo cual eje de justificación, reiterativo y soporífero, que luego gustan de arrojar contra el cine español, los amantes de los tópicos.