Una mirada furtiva desde la otra punta del pasillo, buscarse para estar más cerca, elegir meticulosamente los adjetivos, verbos y sustantivos que te hagan parecer interesante, maduro, divertido y digno de una conversación para convertirte en el plan perfecto del viernes por la noche. Con suerte, todo va bien y, ¡bang!, la bola sale disparada, inicias la partida y juegas a enamorarte por primera vez.
Paul Thomas Anderson estrena Licorice Pizza, una cinta coming of age que, con una estructura con los tintes serpenteantes del American Graffiti (1973) de George Lucas, cuenta una historia de adolescentes que quieren ser adultos y de adultos que se preguntan si siguen siendo adolescentes. Una oda al primer amor que se mezcla con el vertiginoso salto a la madurez, y que cuenta con tres nominaciones a los próximos Premios Oscar en las categorías de guion original, dirección y película.
Gary Valentine y Alana Kane son dos jóvenes en el Valle de San Fernando de Los Ángeles a principios de los años setenta. Un par de buscavidas que se encuentran mientras descubren cuál es su dirección. Él, que aún no ha cumplido los 16, es un niño actor que ha crecido y al que sólo le queda algo de dinero y muchas ideas sobre cómo invertirlo. Ella tiene 25 y trabaja en lo que puede porque sólo tiene dudas, pero quizás quiera ser actriz. Y así, a su manera, se enamoran.
«Una historia de adolescentes que quieren ser adultos y de adultos que se preguntan si siguen siendo adolescentes»
Paul Thomas Anderson dejó claro que su cine sería diferente cuando, en 1997, estrenó Boogie Nights, un original retrato sobre la industria del porno de finales de los setenta a ritmo de música disco. Dos años más tarde llegó la sobresaliente Magnolia, con la que confirmó su gusto por las historias corales y el manejo de los ambientes, entre la ensoñación y la realidad. Desde entonces, títulos como Punch-Drunk Love (2002), Pozos de Ambición (2007), The Master (2012) o El hilo invisible (2017) le han consagrado como uno de los mejores directores-autores del cine contemporáneo.
Pero en Licorice Pizza hace algo totalmente diferente. Anderson deja atrás aquellos personajes malditos, perturbados y ahogados en su propia locura. Haciendo referencia a otro título del director, Gary y Alana están perdidos, sí, pero en la borrachera del amor más naif. No tienen traumas oscuros ni persiguen grandes hazañas, su mayor conflicto es qué responder tras la interrogación de un «¿me atrevo?».
Se podría decir que Licorice Pizza es una casualidad de primeras veces. Con la excepción del director, para gran parte del equipo técnico y artístico ésta es su primera incursión cinematográfica, incluido el dúo protagonista con los que Anderson demuestra, una vez más, cómo acierta en la elección del reparto. Cooper Hoffman, hijo del fallecido Phillip Seymour-Hoffman, y Alana Haim, integrante de la banda de soft-rock HAIM, son la joya de la película, precisamente por la frescura que emanan desde el otro lado de la pantalla.
«Cooper Hoffman y Alana Haim son la joya de la película»
Aun así, no son ajenos para P.T. Anderson quien, por un lado, colaboró con el padre de Cooper en casi todas sus películas anteriores y ha dirigido varios videoclips de HAIM, la banda de Alana, como el exquisito Summer Girl o el rabioso The Steps.
Desde los inicios de su filmografía, Anderson ha demostrado ser un maestro en la dirección de actores. Ya sean principales o secundarios, el director consigue que hasta el cameo más anecdótico resulte brillante. Las apariciones de Sean Penn, Tom Waits o un divertidísimo Bradley Cooper como el productor John Peters, son píldoras tragicómicas con personajes casi caricaturizados, que vuelven a recordar a los de American Graffiti, y que sirven como golpe de efecto en el tono de la película y en los propios protagonistas.
Con humor, sensibilidad, cierta crítica social y un claro homenaje a la cultura popular de los setenta, Licorice Pizza es, fiel a la estética de su póster, como una partida de pinball. Gary y Alana se mueven por la trama como esa bola metálica que sale disparada sin saber qué dirección tomar. Puede que se detenga y tome una curva como si caminase de puntillas al borde de un precipicio, que rebote de un lado a otro o que caiga en picado haciendo peligrar la partida hasta que un golpe de efecto vuelva a lanzarla dando una nueva oportunidad al juego. Y nosotros, con la figura de voyeur que nos otorga la butaca del cine, sólo veremos aquellos momentos clave de su relación. Los titulares de una historia de amor.
«Gary y Alana se mueven por la trama como esa bola metálica que sale disparada sin saber qué dirección tomar»
«Licorice pizza» era una forma de referirse a los discos de vinilo en los años 60 que, con su brillante color negro parecían pizzas de regaliz. Al igual que sucede con otros contemporáneos como Quentin Tarantino o Richard Linklater, para P.T. Anderson la banda sonora funciona como un personaje más de la película. Y aunque admite lo complicado que resulta conseguir un tracklist original y evocador que nos traslade a los setenta evitando los clásicos más conocidos, aquí anota otra victoria.
En un mundo y cine de prisas y catástrofes, Licorice Pizza es una perla delicada e incandescente. Una historia que se detiene en los detalles del primer amor que, acorde con el título, por momentos tiene el sabor del regaliz negro: dulce y amargo al mismo tiempo.
Conversaciones idealistas sobre cómo cambiar el mundo y discusiones apocalípticas, miradas y silencios, guiñarse un ojo y sacarse la lengua, la efervescencia hormonal que quiere descubrir el amor adulto y la inocencia de tumbarse juntos, robar una caricia y, aunque sientas que rozas la luna pensar que, como dice la canción: “me conformo, con estar a tu lado”. Así es Licorice Pizza, una lucha constante entre la adolescencia y la madurez que se abre camino.
Si en la odisea nocturna de American Graffiti los personajes se movían en sus Chevrolets del 55, en Licorice Pizza, que sucede bajo la crisis del petróleo de 1973, la única forma de llegar a tu destino será caminar o, si lo deseas de verdad, correr.
Ganar la partida será darte cuenta de que el amor de verdad es salir corriendo en la dirección correcta y que, al final de la carrera, la otra persona también haya corrido hacia ti.