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Gitanos del Mississippi y el blues de Sierra Morena

John Coltrane, 1961 © JP Jazz Archive
John Coltrane, 1961 © JP Jazz Archive

Un siglo y siete mil quinientos sesenta kilómetros separan las cunas del flamenco y del jazz. Dos géneros radicales y únicos, dibujados por las raíces de la mezcla y la tradición, la opresión y la revolución; dos mundos que brotan de la misma semilla, ya la llamen «duende» o «swing».

En las últimas semanas, los periodistas Pablo San Nicasio y Mateu Terrasa, responsables de los talleres especializados sobre estos géneros impartidos en el Máster de Periodismo Cultural del CEU San Pablo, ofrecieron un retrato de sus historias y protagonistas que, al final, no están tan lejos como parece.

Tengo mi vida

Nadie sabe con exactitud dónde y cómo surgió el flamenco, eso sí, su sonido delata el mestizaje de los pueblos fugitivos. Esos aromas judíos, árabes y bizantinos que componen nuestra música, los surcos de nuestra propia historia. De igual manera, aunque con ese siglo de diferencia, el jazz surge en la Nueva Orleans de finales del XIX mezclando la música de sus esclavos: los cantos sureños de los campos de algodón (que ya habían traído el blues), los ritmos africanos y caribeños, y las armonías de los criollos libres y mestizos. Ambos géneros nacen del anonimato obligado y, quizá por eso, comienzan siendo ese pequeño tesoro inmaterial para un pueblo que no tiene nada.

«Tesoro inmaterial para un pueblo que no tiene nada»

Eran músicas que se transmitían entre sus propios creadores, manteniéndose etéreas ante el analfabetismo que impedía la memoria escrita. Cantes a las fatiguitas y blues de la vida, que no eran pocos, invocados desde la reclusión de un ambiente mal visto. Sin embargo, aquellas melodías tan peligrosas como una enfermedad, fueron demasiado contagiosas como para mantenerlas en cuarentena y, poco a poco, ambos géneros comienzan a impregnar la sociedad.

Fiesta flamenca en Granada, 1949 © Dmitri Kessel para Life Magazine
Fiesta flamenca en Granada, 1949 © Dmitri Kessel para Life Magazine

Nuevo día

A principios del siglo XX, el jazz se abre camino con el estilo Dixieland para escapar de las orillas del Mississippi y la segregación racial con una migración masiva hacia las grandes ciudades. Primero tomaron Chicago con el estilo de Louis Armstrong, un jazz más culto, pero igual de arrollador que el que venía en la maleta desde Nueva Orleans. Más tarde, el barrio de Harlem, en Nueva York, se convirtió en el escenario perfecto para el Renacimiento intelectual del género, que regaló a Estados Unidos el antidepresivo que necesitaban los años 30: la música de Duke Ellington y el swing.

«El período clásico del cante jondo y la era del jazz»

Por otro lado, el flamenco se profesionaliza en los Cafés Cantantes y pasa de la garganta a las manos, al cuerpo, a la guitarra, al escenario y al público, que ya no es únicamente gitano. Esa apertura racial en la que coinciden ambos géneros, se hace evidente en pioneros como el cornetista Bix Beiderbecke o, a este lado del charco, Silverio Franconetti, cantaor histórico, pero un enigma sonoro del que no existen grabaciones.

El Savoy Ballroom de Harlem, Nueva York, 1939. © Cornell Capa
El Savoy Ballroom de Harlem, NY, en 1939. Primera sala sin segregación racial © Cornell Capa

Aquellos años fueron el período clásico del cante jondo y la era del jazz. A partir de aquí, aunque no hubo quién los parase, tampoco faltaron detractores. La propia palabra “revolución” lleva implícita la discusión de que lo anterior era mucho mejor, lo puro y el arte de verdad. La ópera flamenca, a principios de los años veinte, aun siendo tremendamente rentable, fue uno de los momentos más criticados en el camino del género, y la aparición del estilo bebop en el Nueva York de los sesenta, fue una ruina comercial que, sin embargo, se ganó al público joven. Al contrario que el flamenco, que ahora era todo un espectáculo de baile y cante, el jazz dejó de bailar para convertirse en algo que se tenía que escuchar. Así, los años y artistas fueron pasando, transformando y engrandeciendo esos tesoros que ayer se ocultaban en el gueto.

La leyenda del tiempo

Más allá del paralelismo sociológico entre el jazz y al flamenco, lo que une a ambos géneros es que viven de ese pellizco punzante que eriza la piel y descubre el tesoro. Para unos, el «duende» y, para otros, el «swing», al final, son dos formas de referirse a la misma cosa: cantar desde lo más profundo de tu alma, ya sea por bulerías, bebop o fandangos.

Con esta premisa, casi podríamos decir que hay un lazo invisible entre Manolo Caracol y Louis Armstrong, voces profundas, potentes y pioneras en la forma de tratar su cante, al igual que entre Sarah Vaughan, Ella Fitzgerald y ‘La Niña de los Peines’, grandes damas de cada género que compartieron escenario con otros grandísimos artistas y dominaron cada uno de los palos del jazz y del flamenco.

«Cantar desde lo más profundo de tu alma, ya sea por bulerías, bebop o fandangos»

También hay algo que une la revolucionaria mezcla de vanguardia y tradición que dieron Camarón de la Isla y Paco de Lucía con John Coltrane y Charlie Parker, incluso el misticismo e introspección de Miles Davis con el embrujo mestizo de Lole y Manuel o su afán por explorar nuevas músicas con el de Enrique Morente. Y qué decir de la pasión desgarradora de La Paquera de Jerez o Billie Holiday, dos mujeres a las que se les escapaba la vida entre los versos.

Sin embargo, hay algo en lo que no terminan de coincidir el jazz y el flamenco. Nosotros no tenemos una letra que recoja la brutalidad temática y la crudeza del Strange Fruit de Billie Holiday: «Cuerpos negros balanceándose en la brisa del sur. Extraños frutos colgando de los álamos». Aunque ambos mundos han sufrido los arañazos de la discriminación racial, muchas de las fatiguitas de los gitanos del Mississippi eran, principalmente, derivadas del racismo institucionalizado bajo el que estaban sometidos, mientras que aquí se dio más a nivel social.

«Ambos mundos han sufrido los arañazos de la discriminación racial»

Tanto el flamenco como el jazz son dos géneros en constante transformación y movimiento, quizás porque fue ese sentido errante el que marcó su historia. Y, aunque ambos han evolucionado, con el paso del tiempo comparten, a la vez, ese afán por proteger su pureza primigenia, el primer tesoro que tanto les costó conseguir.

Un siglo y siete mil quinientos sesenta kilómetros separan al jazz y al flamenco. Cien años que confluyen en una indómita revolución que se abrió paso a golpe de verso. Cien años de cantes litúrgicos a las penas del alma que resuenan a las orillas del Mississippi y las faldas de Sierra Morena. Dos hechizos que, invocados con ecos ancestrales, viven a medio camino entre su pasado y su futuro masticando «oscuras flores de duelo». Ya lo dijo el poeta, aquel que tenía un tanto de jazz y mucho de flamenco, el que cantó a los del Mississippi y sobre el que escribieron los gitanos: que hay sueños que, a pesar de todo, caminan la extraña senda del tiempo flotando como veleros.

Laura del Río

Contando historias en Cultura Joven.

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