“Es muy normal”, me advirtieron unos humildes labios gijoneses antes de que marchara a su localidad natal. Por si acaso, añadí la prevención a mi maleta de expectativas. Y, como siempre, al llegar descubrí que había malgastado el espacio. Porque las ciudades ‘normales’ no existen. Igual que los seres humanos que las construyeron, todas esconden un rincón inédito, un alma colectiva personal, que sólo puedes atravesar si recorres sus calles. Y Gijón no es la excepción.
Sabes que estás cerca de la provinciana capital cuando, a cada lado de la carretera, avistas hileras de casitas incrustadas en las montañas con tal gracia, que parecen el juego de playmobil de un gigante legendario. Una vista que contrasta con la brisa de urbe de mediados del siglo XX que se respira nada más entrar a Gijón. Calles, bloques de pisos, comercios pequeños y, cómo no, bares, muchos bares. Otra ciudad española. ¿Otra?
Nada más llegar, mi experto acompañante (o el de los labios humildes) nos guía hasta el primer encuentro gastronómico: un castizo chocolate con churros en la cafetería Dindurra, que también es el nombre con el que se estrenó en 1899 el actual Teatro Jovellanos, pegado por su ala derecha al emblemático café. La raíz cultural del local se descubre rápidamente gracias a las decenas de sonrisas que cuelgan de sus paredes y que pertenecen a los artistas que, suspendidos temporalmente dentro de fotografías, nos recuerdan sus días de tragedias y comedias en una metrópoli de cotidiano dramatismo.
Un poco más al oeste, los Jardines de Begoña se convierten en el escenario más normal y único de un sábado por la mañana: un guaje mordisquea el pico del pan del día mientras balbucea con autoridad infantil: “¡ye [es] la hora del parque!”. Chicos de instituto, sentados en un banco, juegan a distraer la vida con una bolsa de pipas. Dos mujeres atraviesan la escena parloteando chismorreos que sólo los loros entienden. Y ancianos, muchos ancianos que pasean. Algunos con objetivo práctico, otros por el placer de rozar un rayo de sol. Porque la Capital de la Costa Verde tiene un corazón tiernamente envejecido –que no débil- y que es el que marca su ritmo urbano.
Hay otra estampa que demuestra lo común de esta vetusta energía: en la playa de San Lorenzo, la bravura no nace de la espuma de las olas, sino de las personas mayores que se relajan con prolongados baños en pleno mes de febrero. Eso sí, no están solos. El paseo marítimo es la galería por la que desfila toda la vida social de la ciudad. Desde los citados ‘hombres de vigor estoico’ hasta tándemes de perros y amos en los que no se sabe quién lleva a quién o parejas-tipo que repiten un camino, tantas veces recorrido, que se vuelve casi místico e irremplazable.
Pero el mayor punto de mundana espiritualidad no se encuentra en tierra firme. Está en el agua salada del Cantábrico, en esas moléculas de H2O que alcanzan su plenitud estética vistas desde el verde cerro de Santa Catalina, más allá de las termas romanas. Es allí donde lo ordinario –en sentido más que positivo- se funde con lo trascendental, donde oímos la popular frase El váter de King Kong para denominar a la escultura modernista El elogio del horizonte de Chillida o donde la moda de los skates, patines y otros bípedos materiales convive con un mítico fondo de barquitos, anclados en el antiguo puerto pesquero.
Lo más apropiado para digerir la antónima unión es diluirla en una escarzada sidra, emblema líquido asturiano que, por eso mismo, se encuentra en cualquier taberna de la plaza del Lavaderu. Sin embargo, el simbólico brebaje tiene un sólido competidor, mucho más característico de la idiosincrasia gijonesa: los dulces. Es fácil descubrir la azucarada pasión cuando chocarse con una confitería es un suceso de probabilidades extremas, como lo es el vaticinio de que lo que descubras en cualquiera de ellas esté delicioso (asunto que nuestro equipo de exploración investigó a fondo a través de los mordiscos que propinamos a casadiellas, frisuelos, princesitas y muchas pastas).
Esta peculiaridad de ‘lo normal’ no sólo se saborea en el enjambre confitero. La perspectiva externa de viajero ayuda a encontrar una curiosidad invisible para algunos habitantes. ¿Por qué cerca de una confitería aparece con frecuencia una farmacia? Detalle absurdo quizás, pero que encierra un divertido misterio al que nadie sabe responder.
Porque la incertidumbre es la compañera intrínseca de todo ‘visitante de mundos concretos’. Y la sorpresa. Nosotros lo averiguamos en un ocaso de Gijón, cuando en el parque de Isabel la Católica un pavo real posado en una rama, algo habitual para ellos, pero insólito para humanos de escasa cultura animal. Ya lo dijo el oriundo e ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos: “Amigo mío, la Naturaleza ha dado a cada hombre un estilo, como una fisonomía y un carácter. El hombre puede cultivarla, pulirla, mejorarla, pero cambiarla, no”. A Gijón, la fisonomía se la dio la Humanidad para demostrar algo universal: lo único siempre es común.
Imagen 1: Playa de San Lorenzo Imagen 2: Teatro Jovellanos Imagen 3: Elogio del horizonte, de Eduardo Chillida Imagen 4: Casadeillas